miércoles, 17 de agosto de 2011
el libro todas las sangres
Fermín es el propietario de la mina Apark’ora y esta tratando de explorarla, sin compartir el provecho con una compañía internacional la Wisther.
Fermín Aragón posibilita la entrada del capitalismo en la Villa San Pedro, y cambia los destinos de todos los habitantes de la zona. Bruno Aragón es el señor hacendado tradicional, que siente una gran responsabilidad por la conducta y la salvación de sus colonos indios. Se opone a la ambición y al deseo de lucro que dirigen las acciones de su hermano.
Bruno esta convencido de que la ambición convierte a los hombres en seres egoístas, le hace olvidarse de los demás y terminan perdiendo su alma. Por esa razón evita a toda costa que los colonos indios sientan tentación por el dinero. Demetrio Rendón Willka simboliza la alternativa india para resolver los problemas de la sociedad.
En Rendón Willka se halla imbuida la idea de Arguedas de que el indígena es un ser con dignidad, capaz de ser un elemento productivo en la transformación del país.
Rendón Willka es el “ex indio”, ósea el nativo transcultado, que ha perdido parte de su herencia cultural, pero que ha conservado sus valores tradicionales mas valiosos. Rendón Willka encarna la fraternidad entre todos los hombres, y la posibilidad de integración y liberación. La trama de la obra consiste en lo siguiente:
Fermín explota la mina Apak’ora con la ayuda de 500 colonos indios enviados por su hermano bruno. Así mismo trata de obligar a los señores antiguos de san pedro a que le vendan sus tierras de “la esmeralda”. Compra con sobornos a algunas personas dentro del grupo para que denuncien los planes de su vecinos, los antiguos propietarios se traicionan entre si, y para completar la situación caótica del pueblo, los indios de Lahuaymarca se niegan a trabajar sin sueldo, y abandonan el cabildo del pueblo ante la indignación de los señores. Fermín descubre un manto de plata muy grande dentro de la mina, y el ingeniero trata de menoscabar la posición de su patrón.
Cabrejos es un agente secreto de la compañía de wisther, y su misión es de crear dificultades a Fermín, para que el trabajo en la venta de plata se retrase, y el dueño de los yacimientos se vea obligado a venderlos a la compañía. Utiliza la ayuda del mestizo Gregorio, quien planea una estrategia. Se sirve de las creencias indígenas sobre una serpiente gigantesca, el AMARU o espíritu de la montaña, y pretende ser esa serpiente que habita dentro de los socavones del depósito minero.
Grita y asusta a los indios, creyendo que huirían de la mina, pero los colonos nativos les dan una sorpresa a Gregorio y al ingeniero Cabrejos, pues se quedan trabajando dentro de los túneles mineros venciendo su “temor mítico”. Cuando los nativos cuestionan los mitos porque estos estorban su desarrollo, ya están camino a un cambio cultural, selectivo.
A pesar de este triunfo parcial de Fermín Aragón, la compañía internacional logra comprar a varios miembros del gobierno en Lima, y obliga a Fermín a vender la mina. La compañía consigue una orden judicial que obliga a los señores de san pedro a vender sus tierras de la branza en “La Esmeralda”. Los vecinos se niegan a venderlas, y como protesta queman el pueblo de san pedro y se marchan del lugar en derrota. Son acogidos temporalmente por una de las comunidades indígenas que les ayuda a ajustarse al cambio dignamente.
Entre tanto bruno a tenido su momento de “iluminación” o epifanía después de matar a su amante Felisa (quien había intentado atacar a su nueva pareja), y decide dejar de practicar el sexo pecaminoso, y se une definitivamente a una mestiza, Vicenta , que será el vehiculo para su transformación. Ella espera un hijo suyo, que junto con el niño indio que le va a nacer a Rendón Willka, significan el futuro cambio para la localidad.
Bruno, redimido por el amor, se empieza a acercar a sus colonos y termina ayudando a los comuneros de Paraybamba. Esto lo lleva a enfrentarse con el cholo Cisneros y don Lucas, hacendados abusivos. Cuando llega la compañía Wisther, Bruno se culpa por haber contribuido a la explotación de la mina, y decide purificar el mundo de los que han causado la contaminación. Mata al hacendado Lucas e intenta matar a su hermano Fermín, pero falla.
Es llevado a la cárcel y allí espera saber los resultados de las acciones de Rendón Willka, la tercera opción en la encrucijada, viaja de incógnito, (con el apoyo de don Bruno) y cinvence a los indios de las haciendas de que ellos son fuertes, y que deben levantarse y tomar tales propiedades.
Los nativos se levantan y expulsan a sus antiguos patrones.
Rendón Willka es buscado y fusilado por las fuerzas del ejército. Pero el ya a cumplido su misión de despertar la conciencia de sus compañeros de cultura y a dejado abierto el camino para la liberación.
Fermín Aragón posibilita la entrada del capitalismo en la Villa San Pedro, y cambia los destinos de todos los habitantes de la zona. Bruno Aragón es el señor hacendado tradicional, que siente una gran responsabilidad por la conducta y la salvación de sus colonos indios. Se opone a la ambición y al deseo de lucro que dirigen las acciones de su hermano.
Bruno esta convencido de que la ambición convierte a los hombres en seres egoístas, le hace olvidarse de los demás y terminan perdiendo su alma. Por esa razón evita a toda costa que los colonos indios sientan tentación por el dinero. Demetrio Rendón Willka simboliza la alternativa india para resolver los problemas de la sociedad.
En Rendón Willka se halla imbuida la idea de Arguedas de que el indígena es un ser con dignidad, capaz de ser un elemento productivo en la transformación del país.
Rendón Willka es el “ex indio”, ósea el nativo transcultado, que ha perdido parte de su herencia cultural, pero que ha conservado sus valores tradicionales mas valiosos. Rendón Willka encarna la fraternidad entre todos los hombres, y la posibilidad de integración y liberación. La trama de la obra consiste en lo siguiente:
Fermín explota la mina Apak’ora con la ayuda de 500 colonos indios enviados por su hermano bruno. Así mismo trata de obligar a los señores antiguos de san pedro a que le vendan sus tierras de “la esmeralda”. Compra con sobornos a algunas personas dentro del grupo para que denuncien los planes de su vecinos, los antiguos propietarios se traicionan entre si, y para completar la situación caótica del pueblo, los indios de Lahuaymarca se niegan a trabajar sin sueldo, y abandonan el cabildo del pueblo ante la indignación de los señores. Fermín descubre un manto de plata muy grande dentro de la mina, y el ingeniero trata de menoscabar la posición de su patrón.
Cabrejos es un agente secreto de la compañía de wisther, y su misión es de crear dificultades a Fermín, para que el trabajo en la venta de plata se retrase, y el dueño de los yacimientos se vea obligado a venderlos a la compañía. Utiliza la ayuda del mestizo Gregorio, quien planea una estrategia. Se sirve de las creencias indígenas sobre una serpiente gigantesca, el AMARU o espíritu de la montaña, y pretende ser esa serpiente que habita dentro de los socavones del depósito minero.
Grita y asusta a los indios, creyendo que huirían de la mina, pero los colonos nativos les dan una sorpresa a Gregorio y al ingeniero Cabrejos, pues se quedan trabajando dentro de los túneles mineros venciendo su “temor mítico”. Cuando los nativos cuestionan los mitos porque estos estorban su desarrollo, ya están camino a un cambio cultural, selectivo.
A pesar de este triunfo parcial de Fermín Aragón, la compañía internacional logra comprar a varios miembros del gobierno en Lima, y obliga a Fermín a vender la mina. La compañía consigue una orden judicial que obliga a los señores de san pedro a vender sus tierras de la branza en “La Esmeralda”. Los vecinos se niegan a venderlas, y como protesta queman el pueblo de san pedro y se marchan del lugar en derrota. Son acogidos temporalmente por una de las comunidades indígenas que les ayuda a ajustarse al cambio dignamente.
Entre tanto bruno a tenido su momento de “iluminación” o epifanía después de matar a su amante Felisa (quien había intentado atacar a su nueva pareja), y decide dejar de practicar el sexo pecaminoso, y se une definitivamente a una mestiza, Vicenta , que será el vehiculo para su transformación. Ella espera un hijo suyo, que junto con el niño indio que le va a nacer a Rendón Willka, significan el futuro cambio para la localidad.
Bruno, redimido por el amor, se empieza a acercar a sus colonos y termina ayudando a los comuneros de Paraybamba. Esto lo lleva a enfrentarse con el cholo Cisneros y don Lucas, hacendados abusivos. Cuando llega la compañía Wisther, Bruno se culpa por haber contribuido a la explotación de la mina, y decide purificar el mundo de los que han causado la contaminación. Mata al hacendado Lucas e intenta matar a su hermano Fermín, pero falla.
Es llevado a la cárcel y allí espera saber los resultados de las acciones de Rendón Willka, la tercera opción en la encrucijada, viaja de incógnito, (con el apoyo de don Bruno) y cinvence a los indios de las haciendas de que ellos son fuertes, y que deben levantarse y tomar tales propiedades.
Los nativos se levantan y expulsan a sus antiguos patrones.
Rendón Willka es buscado y fusilado por las fuerzas del ejército. Pero el ya a cumplido su misión de despertar la conciencia de sus compañeros de cultura y a dejado abierto el camino para la liberación.
libro el zorro de arriba y el zorro de abajo
Una obra límite dentro de la literatura americana es “El zorro de arriba y el zorro de abajo”,
de José María Arguedas, su última novela publicada póstumamente (1971) donde “un hombre
relata la agonía que precede a su suicidio, que coincide y a veces se intercambia con la agonía de
todo un pueblo, hasta el momento en que la palabra desaparece (¿inútil?) y sólo queda la
impenetrable realidad de una atroz muerte” (Cornejo Polar, 1973).
La lectura de ésta, su última novela, deja perplejos a los lectores: la experiencia es la de
haber estado ante una instancia límite, asfixiante, desintegradora, zozobrante. El lector siente la
inminencia de la revelación, un disparo, a través de una urdimbre de palabras y de hechos también
desintegrados, puestos a prueba, desmenuzados. Es la caída del hombre y de todo un pueblo que,
debido a un proceso destructor (personal y social), retrocede a un estado de desintegración. Aunque
en el final haya una sensación de posible comienzo: “Despidan en mí a un tiempo del Perú, cuyas
raíces estarán siempre chupando jugo de la tierra para alimentar a los que viven en nuestra
patria, en la que cualquier hombre no engrilletado y embrutecido por el egoísmo puede vivir, feliz,
todas las patrias” (Arguedas, 1971: 287). Esa desintegración (vital y lingüística) engendrará un
disparo (real y metafórico).
Arguedas nació en 1911 en la sierra del Perú (Andahuaylas), su orfandad (su madre murió
cuando tenía cerca de 3 años) permitió que fuera criado por los sirvientes indígenas: “Voy a
hacerles una curiosa confesión: yo soy hechura de mi madrastra. (...) (Ella) tenía el tradicional
menosprecio e ignorancia de lo que era un indio y como a mí me tenía tanto desprecio y tanto
rencor como a los indios, decidió que yo había de vivir con ellos (...) Los indios vieron en mí como
si fuera uno de ellos, con la diferencia de que por ser blanco acaso necesitaba más consuelo que
ellos.” (Arguedas, 1965). Este hecho lo transporta a una doble marginalidad: se aparta de su
extracción social (blanco dominante) y no consigue ingresar cabalmente al mundo indígena, queda
así vencido para siempre.
Profesora de Idioma Español, egresada del IPA, Cerro Largo 1850/3, gladysmarquisio@adinet.com
Profesora de Literatura, egresada del IPA, Lanus 6027, tel. 3201221, andretxenlo@adinet.com
Su suicidio fue elaborado minuciosamente en avisos previos, diarios, cartas y finalmente se
produjo el 28 de noviembre de 1969, aunque su agonía se extendió hasta el 2 de diciembre, casi un
año después de haber iniciado la novela, donde anticipaba desgarradoramente en sus primeras
páginas: “En abril de 1966, hace ya algo más de dos años, intenté suicidarme. En mayo de 1944,
hizo crisis una dolencia psíquica contraída en la infancia y estuve casi cinco años neutralizado
para escribir (...) En tantos años he leído sólo unos cuantos libros. Y ahora estoy otra vez a las
puertas del suicidio. Porque, nuevamente, me siento incapaz de luchar bien, de trabajar bien. Y no
deseo, como en abril del 66, convertirme en un enfermo inepto, en un testigo lamentable de los
acontecimientos” (Arguedas, 1971: 11) . Puso fin a su vida de un disparo en la sien, en el claustro
de la Universidad de San Marcos de Lima, de la que era catedrático de Antropología.
El libro consta de tres diarios y de un “¿último diario?” en el cual el autor hace el balance
final y decide su muerte. La relación entre diarios y novela es más interna que ficcional: el autor
escribe los diarios cuando la depresión o la angustia profunda que padece le impiden continuar la
novela. El primer diario comienza con la decisión de matarse. Ya en el segundo diario el autor ha
aplazado el suicidio porque tiene una novela entre las manos. En el tercer diario declara que la
asfixia detiene a la ficción. En el ¿último diario? da por concluido el proceso.
Los zorros del título son personajes míticos de leyendas indígenas (de arriba, huanan, sierra
y de abajo, urin, de la costa). Arguedas los ingresa a la narración de dos formas: por “La
interpolación de diálogos explícitos entre los dos y la transformación de ciertos personajes que,
sin dejar de ser personajes en el sentido tradicional del término, asumen la condición de zorros en
determinadas escenas. Los zorros poseen a estos personajes, los transforman, variando a veces
hasta sus cuerpos, en una suerte de espiral intensificatoria que culmina en cantos y danzas y que
suscita, además, la modificación mágica del paisaje circundante” (Cornejo Polar, 1973). El nivel
mítico es también materia de reflexión en los diarios. Allí se menciona reiteradamente a los zorros
y con frecuencia se los enlaza a la meditación central, esto es, a la posibilidad o imposibilidad de
continuar la escritura: “¿a qué habré metido estos zorros tan difíciles en la novela? (segundo
diario); “Estos zorros se han puesto fuera de mi alcance; corren mucho o están muy lejos. Quizá
apunté a un blanco demasiado largo o, de repente, alcanzo a los zorros y no los suelto más”
(tercer diario) “Pretendía un muestrario cabalgata, atizado de realidades y símbolos, el que miro
por los ojos de los Zorros desde la cumbre de Cruz de Hueso adonde ningún humano ha llegado ni
yo tampoco.” (¿último diario?).
Si aceptamos que “la ficción está rodeada por las fronteras de lo sagrado, de la realidad y
de la representación” (Garrido Domínguez, 1997) , descubrimos en “El zorro de arriba y en el
zorro de abajo” tres abismos: un abismo mítico (los zorros); un abismo ficcional (el relato) y un
abismo personal (el desgarramiento y finalmente el suicidio del propio Arguedas). Se forma así una
estructura prismática con tres niveles distintos: uno, novelesco, presenta la caótica realidad
Chimbote, una ciudad-puerto que en pocos años crece bajo el imperio de la industria de la harina
de pescado; otro autobiográfico, expresa y critica el proceso de creación de la novela y lo remite de
inmediato con implacable lucidez al conflicto existencial que desembocará en el suicidio; un
tercero, actualiza un discurso mítico que ilumina una obsesión arguediana (la compleja
heterogeneidad del Perú).
Se trata de una obra singular, aunque la aparición de voces vinculadas a la muerte tiene una
larga tradición en la literatura americana. Solo algunos ejemplos: Memorias de Bras Cubas
(Machado de Asís), La amortajada (de la chilena María Luisa Bombal), Pedro Páramo (de Juan
Rulfo), e inclusive La desembocadura de Enrique Amorim. En todos estos casos, las voces son de
los muertos. Aquí sin embargo encontramos un tono asfixiante y desgarrador que proviene del
encontrarse en una zona fronteriza entre autobiografía-ficción- literatura confesional. Los diarios
son un discurso contra la muerte, paradójicamente cristalizados por la obsesión del suicidio: “Veo
ahora que los diarios fueron impulsados por la progresión de la muerte” escribe a Gonzalo
Losada, su editor, carta que forma parte del epílogo de la novela; “Escribo estas páginas porque se
me ha dicho hasta la saciedad que si logro escribir recuperaré la sanidad” (Primer diario). La
novela se inicia con la confesión de un intento de suicidio (“En abril de 1966, hace ya algo más de
dos años, intenté suicidarme”) y termina hablando de un balazo que se dará y acertará (“Habrán
de dispensarme lo que hay de petitorio y pavonearse en este último diario, si el balazo se da y
acierta. Estoy seguro que es ya la única chispa que puedo encender. Y, por fuerza, tendré que
esperar no sé cuantos días para hacerlo” (¿último diario?).
La novela fue haciéndose en una pelea con la muerte (Me siento a la muerte, primer diario,
13 de mayo 1968- “Veo ahora que los Diarios fueron impulsados por la progresión de la muerte.
(...) Ha sido escrito a sobresaltos en una verdadera lucha –a medias triunfal- contra la muerte. Yo
no voy a sobrevivir al libro. Como estoy seguro que mis facultades y armas de creador, profesor,
estudioso e incitador, se han debilitado hasta quedar casi nulas y sólo me quedan las que me
relegarían a la condición de espectador pasivo e impotente de la formidable lucha que la
humanidad está librando en el Perú y en todas partes, no me será posible tolerar ese destino. O
actor, como he sido desde que ingresé a la escuela secundaria, hace cuarentitrés años, o nada.”
(carta a Losada) “Pero como no he podido escribir sobre los temas elegidos, elaborados,
pequeños o muy ambiciosos, voy a escribir sobre el único que me atrae: esto de cómo no pude
matarme y cómo ahora me devano los sesos buscando una forma de liquidarme con decencia”
(primer diario).
Al haber intentado una lucha alucinada la dotó de un impulso pasional y desolado. “Es el
intento agónico de un impulso por jugar una última partida” (Ortega, 1992). Sostiene Arguedas
en su carta a Losada que no puede aventurar un juicio definitivo: “tengo dudas y entusiasmo”.
Este texto maldito profetiza en forma vanguardista e inesperada, por venir de quien viene, la
irrupción de textos fronterizos en el universo literario americano. Obra conclusiva aunque
inconclusa, casi una antinovela anticipadora de la destrucción de los géneros: demuele formas,
borra las fronteras de los géneros, da al lenguaje su valor real. Aparece lo blasfemo así como lo
irreverente insultante y hasta lo obsceno: alegato contra la falsificación del arte y un intento por
hacer de éste una razón de vivir, sobrevivir y resolver el absurdo de la condición humana
aceptándola hasta las heces. Este anti es una revolución contra un tipo de sociedad que habla en
mentiras, que simula una ética. Así la acción será caótica y la obra literaria llevará dentro de sí una
bomba de tiempo (autonegación). Antinovela, no simple texto psicopatológico, aunque el autor
haya escrito “escribo estas páginas porque se me ha dicho hasta la saciedad que si logro escribir
recuperaré la sanidad.”
Rebelión contra el lenguaje masticado y rumiado (pero no desmenuzado) que termina por
desvirtuar la expresión literaria pero al mismo tiempo da una imagen auténtica de la realidad, de
Chimbote que es la gran zorra del mar: “Esa es la gran zorra ahora, mar de Chimbote, era un
espejo, ahora es la puta más generosa “zorra” que huele a podrido. Allí podían caber
cómodamente, juntas, las escuadras del Japón y de los gringos, antes de la guerra. Los alcatraces
volaban como señores dueños (...) Antes espejo, ahora sexo millonario de la gran puta,
cabroneada por cabrones extranjereados, mafiosos”, dice Zavala señalando la bahía, uno de los
personajes “meditador, lector y pescador, sindicalista enérgico”.
Chimbote es justamente el constructo fictivo, eje de la novela. Explotado y degradado,
grotesco y esperpéntico. Por Chimbote circula, “una fauna multicolor y tremendista, que roza la
locura o la vive”: “Cuatro hombres indo-hablantes que por la diferencia de sus orígenes y destinos
se expresan y llegan a ser en la ciudad puerto industrial (ese retorcido pulpo fosforescente)
distintos castellanos aunque de procreación semejante; y se encaminan, claro, a puntos o estrellas
unos más definidos que otros. (...) Y están también dos ciudadanos criollos, porteños, muy
contrapuestos: “libre” el uno, Moncada; amancornado el otro, Chaucato. Así es... Y hay unos
cuantos más, a medio hacer; aparte de los Zorros, sus andanzas y palabras.” El Chimbote real
producto del auge del capitalismo salvaje, era para Arguedas un enigma (“no entiendo a fondo lo
que está pasando en Chimbote” y precisamente porque no lo entendía sintió la necesidad de
inventarlo, además Arguedas llegó a sostener: “ésa es la ciudad que menos entiendo y que más me
entusiasma”. Quizás lo entusiasma la lucha por encontrar una respuesta a tanto sufrimiento
colectivo: “no soporto vivir sin pelear, sin hacer algo para dar a los otros lo que uno aprendió a
hacer y hacer algo para debilitar a los perversos egoístas que han convertido a millones de
cristianos en condicionados bueyes de trabajo”.
En esa ciudad han perdido su identidad, su habla, su pasado: “aquí está reunido la gente
desabandonada del Dios y mismo de la tierra, porque ya nadie es de ninguna parte-pueblo en
barriadas de Chimbote” (le dice el albañil Cecilio Ramírez al cura yanqui Cardozo). Una ciudad
paradigma de la depredación de las economías americanas por la acción de las multinacionales,
llevada a cabo en el caso de Perú gracias a la convivencia aprista-oligárquica y a los proyectos
desarrollistas y populistas: “Este lodazal aguada es ahora un falso ano de la Corporación”.(Loco
Moncada, 166); “Como la gran zorra de Chimbote cuando ordenan de New York a Lima y de
Lima a Chimbote. ¡Las huevas, cabrona! ¡Finish! (Zavala). Es constante así, el paralelismo
prostitución-ciudad (Chimbote); explotación de anchoveta- explotación de los indígenas.
El diario, elemento no fictivo, en que expone la crisis que lo lleva al suicidio y el proceso de
composición de la novela, sobreexpone el referente y se despliega con una libertad imaginativa que
permite el paso del estrato mítico a la novela (metáfora narrativa del mundo contemporáneo) y de
ellos dos a fragmentos explícitamente autobiográficos.
En principio, se pueden considerar los diarios como un caso de literatura confesional
formando parte de la novela, no fueron agregados ad hoc por cuestiones ajenas al acto creativo,
sino que fueron escritos por Arguedas más que como ejercicio terapéutico con la intención
manifiesta de ser publicados, así lo registra el propio autor: “Creo que de puro enfermo del ánimo
estoy hablando con audacia. Y no porque suponga que estas hojas se publicarán sólo después que
me haya ahorcado o me haya destapado el cráneo de un tiro, cosas que, sinceramente creo aún
que tendré que hacer (...) Porque si no escribo y publico, me pego un tiro” (primer diario)
Existe en ellos, además, un exhibicionismo lingüístico y una audacia creativa (las mejores
descripciones de la novela se encuentran allí) que pueden entenderse como verdaderos ejercicios
estilísticos más que como escritura automática y confesional. Aunque, como sostiene Eduardo
Pavlovsky, citando a Mannoni, “la psicosis no tiene tanta necesidad de ser curada como de ser
recibida. Lo que el paciente busca es un testigo y un soporte de esa palabra ajena que se le
impone” (Pavlovsky, 1991). En ese sentido puede entenderse su exhibicionismo: como una
herramienta para combatir su enfermedad. No hay duda de la verdad de sus afirmaciones (su
desgarro interior, su neurosis, su angustia, sus temores y sus recelos) pero, y aquí se produce la
puesta en jaque realidad-ficción, a su vez los diarios son traspasados por las voces de los zorros: en
el diario 17 de mayo, luego de relatar su encuentro con Fidela (una chichera con la que de
adolescente ha tenido un encuentro sexual) aparecen los zorros dialogando y realizando un
comentario de lo acontecido: “EL ZORRO DE ARRIBA: La Fidela preñada; sangre; se fue. El muchacho
estaba confundido. También era forastero. Bajó a tu terreno. EL
desconocido confunde a ésos. Las prostitutas carajean, putean con derecho(...)...Así es seguimos
viendo y conociendo” ¿Qué es lo que ven los zorros? ¿Al propio autor que escribe una novela en la
que aparecen como personajes? (“el individuo que pretendió quitarse la vida y escribe este libro”,
como invocan los zorros). Luego en el primer capítulo aparecerán “viendo y conociendo” lo que
sucede en el prostíbulo de Chimbote: “¿Entiendes bien lo que digo y cuento?”, inquiere el zorro de
abajo, que es ahora el que inicia el diálogo y el de arriba le responde: “Confundes un poco las
cosas”.
El autor está planteando, ¿sin querer?, la espinosa cuestión de las relaciones entre la ficción
y realidad, y en definitiva el problema de la verdad y la referencia literaria.
Todo esto fomenta la aparición de un texto híbrido (en lucha desde la modernidad y la
postmodernidad) que por su carácter metaliterario, es una verdadera mostración catártica del autor
al mismo tiempo que arriesgado experimento lingüístico, por la destrucción de las fronteras que
operan en él. Es un texto único, irrepetible y maldito.
Pero la desintegración va más allá: es también una desintegración vital del propio autor. El
tiro existió. No es sólo una metáfora. Un disparo que transforma el esquema referencial y el
horizonte de expectativas del lector, y que aporta una clave en la que debe ser leída la obra: no
como documento autobiográfico o quizás etnográfico, sino como acusación radical del valor del
compromiso de la escritura a nivel individual y colectivo. Es, ahora sí metafóricamente, un disparo
a la literatura americana, un discurso radical y jugado mortalmente, no es una pirueta lingüística.
Un texto “marginal y bárbaro” que merece el desafío del análisis, comprometido desde una
perspectiva americana.
de José María Arguedas, su última novela publicada póstumamente (1971) donde “un hombre
relata la agonía que precede a su suicidio, que coincide y a veces se intercambia con la agonía de
todo un pueblo, hasta el momento en que la palabra desaparece (¿inútil?) y sólo queda la
impenetrable realidad de una atroz muerte” (Cornejo Polar, 1973).
La lectura de ésta, su última novela, deja perplejos a los lectores: la experiencia es la de
haber estado ante una instancia límite, asfixiante, desintegradora, zozobrante. El lector siente la
inminencia de la revelación, un disparo, a través de una urdimbre de palabras y de hechos también
desintegrados, puestos a prueba, desmenuzados. Es la caída del hombre y de todo un pueblo que,
debido a un proceso destructor (personal y social), retrocede a un estado de desintegración. Aunque
en el final haya una sensación de posible comienzo: “Despidan en mí a un tiempo del Perú, cuyas
raíces estarán siempre chupando jugo de la tierra para alimentar a los que viven en nuestra
patria, en la que cualquier hombre no engrilletado y embrutecido por el egoísmo puede vivir, feliz,
todas las patrias” (Arguedas, 1971: 287). Esa desintegración (vital y lingüística) engendrará un
disparo (real y metafórico).
Arguedas nació en 1911 en la sierra del Perú (Andahuaylas), su orfandad (su madre murió
cuando tenía cerca de 3 años) permitió que fuera criado por los sirvientes indígenas: “Voy a
hacerles una curiosa confesión: yo soy hechura de mi madrastra. (...) (Ella) tenía el tradicional
menosprecio e ignorancia de lo que era un indio y como a mí me tenía tanto desprecio y tanto
rencor como a los indios, decidió que yo había de vivir con ellos (...) Los indios vieron en mí como
si fuera uno de ellos, con la diferencia de que por ser blanco acaso necesitaba más consuelo que
ellos.” (Arguedas, 1965). Este hecho lo transporta a una doble marginalidad: se aparta de su
extracción social (blanco dominante) y no consigue ingresar cabalmente al mundo indígena, queda
así vencido para siempre.
Profesora de Idioma Español, egresada del IPA, Cerro Largo 1850/3, gladysmarquisio@adinet.com
Profesora de Literatura, egresada del IPA, Lanus 6027, tel. 3201221, andretxenlo@adinet.com
Su suicidio fue elaborado minuciosamente en avisos previos, diarios, cartas y finalmente se
produjo el 28 de noviembre de 1969, aunque su agonía se extendió hasta el 2 de diciembre, casi un
año después de haber iniciado la novela, donde anticipaba desgarradoramente en sus primeras
páginas: “En abril de 1966, hace ya algo más de dos años, intenté suicidarme. En mayo de 1944,
hizo crisis una dolencia psíquica contraída en la infancia y estuve casi cinco años neutralizado
para escribir (...) En tantos años he leído sólo unos cuantos libros. Y ahora estoy otra vez a las
puertas del suicidio. Porque, nuevamente, me siento incapaz de luchar bien, de trabajar bien. Y no
deseo, como en abril del 66, convertirme en un enfermo inepto, en un testigo lamentable de los
acontecimientos” (Arguedas, 1971: 11) . Puso fin a su vida de un disparo en la sien, en el claustro
de la Universidad de San Marcos de Lima, de la que era catedrático de Antropología.
El libro consta de tres diarios y de un “¿último diario?” en el cual el autor hace el balance
final y decide su muerte. La relación entre diarios y novela es más interna que ficcional: el autor
escribe los diarios cuando la depresión o la angustia profunda que padece le impiden continuar la
novela. El primer diario comienza con la decisión de matarse. Ya en el segundo diario el autor ha
aplazado el suicidio porque tiene una novela entre las manos. En el tercer diario declara que la
asfixia detiene a la ficción. En el ¿último diario? da por concluido el proceso.
Los zorros del título son personajes míticos de leyendas indígenas (de arriba, huanan, sierra
y de abajo, urin, de la costa). Arguedas los ingresa a la narración de dos formas: por “La
interpolación de diálogos explícitos entre los dos y la transformación de ciertos personajes que,
sin dejar de ser personajes en el sentido tradicional del término, asumen la condición de zorros en
determinadas escenas. Los zorros poseen a estos personajes, los transforman, variando a veces
hasta sus cuerpos, en una suerte de espiral intensificatoria que culmina en cantos y danzas y que
suscita, además, la modificación mágica del paisaje circundante” (Cornejo Polar, 1973). El nivel
mítico es también materia de reflexión en los diarios. Allí se menciona reiteradamente a los zorros
y con frecuencia se los enlaza a la meditación central, esto es, a la posibilidad o imposibilidad de
continuar la escritura: “¿a qué habré metido estos zorros tan difíciles en la novela? (segundo
diario); “Estos zorros se han puesto fuera de mi alcance; corren mucho o están muy lejos. Quizá
apunté a un blanco demasiado largo o, de repente, alcanzo a los zorros y no los suelto más”
(tercer diario) “Pretendía un muestrario cabalgata, atizado de realidades y símbolos, el que miro
por los ojos de los Zorros desde la cumbre de Cruz de Hueso adonde ningún humano ha llegado ni
yo tampoco.” (¿último diario?).
Si aceptamos que “la ficción está rodeada por las fronteras de lo sagrado, de la realidad y
de la representación” (Garrido Domínguez, 1997) , descubrimos en “El zorro de arriba y en el
zorro de abajo” tres abismos: un abismo mítico (los zorros); un abismo ficcional (el relato) y un
abismo personal (el desgarramiento y finalmente el suicidio del propio Arguedas). Se forma así una
estructura prismática con tres niveles distintos: uno, novelesco, presenta la caótica realidad
Chimbote, una ciudad-puerto que en pocos años crece bajo el imperio de la industria de la harina
de pescado; otro autobiográfico, expresa y critica el proceso de creación de la novela y lo remite de
inmediato con implacable lucidez al conflicto existencial que desembocará en el suicidio; un
tercero, actualiza un discurso mítico que ilumina una obsesión arguediana (la compleja
heterogeneidad del Perú).
Se trata de una obra singular, aunque la aparición de voces vinculadas a la muerte tiene una
larga tradición en la literatura americana. Solo algunos ejemplos: Memorias de Bras Cubas
(Machado de Asís), La amortajada (de la chilena María Luisa Bombal), Pedro Páramo (de Juan
Rulfo), e inclusive La desembocadura de Enrique Amorim. En todos estos casos, las voces son de
los muertos. Aquí sin embargo encontramos un tono asfixiante y desgarrador que proviene del
encontrarse en una zona fronteriza entre autobiografía-ficción- literatura confesional. Los diarios
son un discurso contra la muerte, paradójicamente cristalizados por la obsesión del suicidio: “Veo
ahora que los diarios fueron impulsados por la progresión de la muerte” escribe a Gonzalo
Losada, su editor, carta que forma parte del epílogo de la novela; “Escribo estas páginas porque se
me ha dicho hasta la saciedad que si logro escribir recuperaré la sanidad” (Primer diario). La
novela se inicia con la confesión de un intento de suicidio (“En abril de 1966, hace ya algo más de
dos años, intenté suicidarme”) y termina hablando de un balazo que se dará y acertará (“Habrán
de dispensarme lo que hay de petitorio y pavonearse en este último diario, si el balazo se da y
acierta. Estoy seguro que es ya la única chispa que puedo encender. Y, por fuerza, tendré que
esperar no sé cuantos días para hacerlo” (¿último diario?).
La novela fue haciéndose en una pelea con la muerte (Me siento a la muerte, primer diario,
13 de mayo 1968- “Veo ahora que los Diarios fueron impulsados por la progresión de la muerte.
(...) Ha sido escrito a sobresaltos en una verdadera lucha –a medias triunfal- contra la muerte. Yo
no voy a sobrevivir al libro. Como estoy seguro que mis facultades y armas de creador, profesor,
estudioso e incitador, se han debilitado hasta quedar casi nulas y sólo me quedan las que me
relegarían a la condición de espectador pasivo e impotente de la formidable lucha que la
humanidad está librando en el Perú y en todas partes, no me será posible tolerar ese destino. O
actor, como he sido desde que ingresé a la escuela secundaria, hace cuarentitrés años, o nada.”
(carta a Losada) “Pero como no he podido escribir sobre los temas elegidos, elaborados,
pequeños o muy ambiciosos, voy a escribir sobre el único que me atrae: esto de cómo no pude
matarme y cómo ahora me devano los sesos buscando una forma de liquidarme con decencia”
(primer diario).
Al haber intentado una lucha alucinada la dotó de un impulso pasional y desolado. “Es el
intento agónico de un impulso por jugar una última partida” (Ortega, 1992). Sostiene Arguedas
en su carta a Losada que no puede aventurar un juicio definitivo: “tengo dudas y entusiasmo”.
Este texto maldito profetiza en forma vanguardista e inesperada, por venir de quien viene, la
irrupción de textos fronterizos en el universo literario americano. Obra conclusiva aunque
inconclusa, casi una antinovela anticipadora de la destrucción de los géneros: demuele formas,
borra las fronteras de los géneros, da al lenguaje su valor real. Aparece lo blasfemo así como lo
irreverente insultante y hasta lo obsceno: alegato contra la falsificación del arte y un intento por
hacer de éste una razón de vivir, sobrevivir y resolver el absurdo de la condición humana
aceptándola hasta las heces. Este anti es una revolución contra un tipo de sociedad que habla en
mentiras, que simula una ética. Así la acción será caótica y la obra literaria llevará dentro de sí una
bomba de tiempo (autonegación). Antinovela, no simple texto psicopatológico, aunque el autor
haya escrito “escribo estas páginas porque se me ha dicho hasta la saciedad que si logro escribir
recuperaré la sanidad.”
Rebelión contra el lenguaje masticado y rumiado (pero no desmenuzado) que termina por
desvirtuar la expresión literaria pero al mismo tiempo da una imagen auténtica de la realidad, de
Chimbote que es la gran zorra del mar: “Esa es la gran zorra ahora, mar de Chimbote, era un
espejo, ahora es la puta más generosa “zorra” que huele a podrido. Allí podían caber
cómodamente, juntas, las escuadras del Japón y de los gringos, antes de la guerra. Los alcatraces
volaban como señores dueños (...) Antes espejo, ahora sexo millonario de la gran puta,
cabroneada por cabrones extranjereados, mafiosos”, dice Zavala señalando la bahía, uno de los
personajes “meditador, lector y pescador, sindicalista enérgico”.
Chimbote es justamente el constructo fictivo, eje de la novela. Explotado y degradado,
grotesco y esperpéntico. Por Chimbote circula, “una fauna multicolor y tremendista, que roza la
locura o la vive”: “Cuatro hombres indo-hablantes que por la diferencia de sus orígenes y destinos
se expresan y llegan a ser en la ciudad puerto industrial (ese retorcido pulpo fosforescente)
distintos castellanos aunque de procreación semejante; y se encaminan, claro, a puntos o estrellas
unos más definidos que otros. (...) Y están también dos ciudadanos criollos, porteños, muy
contrapuestos: “libre” el uno, Moncada; amancornado el otro, Chaucato. Así es... Y hay unos
cuantos más, a medio hacer; aparte de los Zorros, sus andanzas y palabras.” El Chimbote real
producto del auge del capitalismo salvaje, era para Arguedas un enigma (“no entiendo a fondo lo
que está pasando en Chimbote” y precisamente porque no lo entendía sintió la necesidad de
inventarlo, además Arguedas llegó a sostener: “ésa es la ciudad que menos entiendo y que más me
entusiasma”. Quizás lo entusiasma la lucha por encontrar una respuesta a tanto sufrimiento
colectivo: “no soporto vivir sin pelear, sin hacer algo para dar a los otros lo que uno aprendió a
hacer y hacer algo para debilitar a los perversos egoístas que han convertido a millones de
cristianos en condicionados bueyes de trabajo”.
En esa ciudad han perdido su identidad, su habla, su pasado: “aquí está reunido la gente
desabandonada del Dios y mismo de la tierra, porque ya nadie es de ninguna parte-pueblo en
barriadas de Chimbote” (le dice el albañil Cecilio Ramírez al cura yanqui Cardozo). Una ciudad
paradigma de la depredación de las economías americanas por la acción de las multinacionales,
llevada a cabo en el caso de Perú gracias a la convivencia aprista-oligárquica y a los proyectos
desarrollistas y populistas: “Este lodazal aguada es ahora un falso ano de la Corporación”.(Loco
Moncada, 166); “Como la gran zorra de Chimbote cuando ordenan de New York a Lima y de
Lima a Chimbote. ¡Las huevas, cabrona! ¡Finish! (Zavala). Es constante así, el paralelismo
prostitución-ciudad (Chimbote); explotación de anchoveta- explotación de los indígenas.
El diario, elemento no fictivo, en que expone la crisis que lo lleva al suicidio y el proceso de
composición de la novela, sobreexpone el referente y se despliega con una libertad imaginativa que
permite el paso del estrato mítico a la novela (metáfora narrativa del mundo contemporáneo) y de
ellos dos a fragmentos explícitamente autobiográficos.
En principio, se pueden considerar los diarios como un caso de literatura confesional
formando parte de la novela, no fueron agregados ad hoc por cuestiones ajenas al acto creativo,
sino que fueron escritos por Arguedas más que como ejercicio terapéutico con la intención
manifiesta de ser publicados, así lo registra el propio autor: “Creo que de puro enfermo del ánimo
estoy hablando con audacia. Y no porque suponga que estas hojas se publicarán sólo después que
me haya ahorcado o me haya destapado el cráneo de un tiro, cosas que, sinceramente creo aún
que tendré que hacer (...) Porque si no escribo y publico, me pego un tiro” (primer diario)
Existe en ellos, además, un exhibicionismo lingüístico y una audacia creativa (las mejores
descripciones de la novela se encuentran allí) que pueden entenderse como verdaderos ejercicios
estilísticos más que como escritura automática y confesional. Aunque, como sostiene Eduardo
Pavlovsky, citando a Mannoni, “la psicosis no tiene tanta necesidad de ser curada como de ser
recibida. Lo que el paciente busca es un testigo y un soporte de esa palabra ajena que se le
impone” (Pavlovsky, 1991). En ese sentido puede entenderse su exhibicionismo: como una
herramienta para combatir su enfermedad. No hay duda de la verdad de sus afirmaciones (su
desgarro interior, su neurosis, su angustia, sus temores y sus recelos) pero, y aquí se produce la
puesta en jaque realidad-ficción, a su vez los diarios son traspasados por las voces de los zorros: en
el diario 17 de mayo, luego de relatar su encuentro con Fidela (una chichera con la que de
adolescente ha tenido un encuentro sexual) aparecen los zorros dialogando y realizando un
comentario de lo acontecido: “EL ZORRO DE ARRIBA: La Fidela preñada; sangre; se fue. El muchacho
estaba confundido. También era forastero. Bajó a tu terreno. EL
desconocido confunde a ésos. Las prostitutas carajean, putean con derecho(...)...Así es seguimos
viendo y conociendo” ¿Qué es lo que ven los zorros? ¿Al propio autor que escribe una novela en la
que aparecen como personajes? (“el individuo que pretendió quitarse la vida y escribe este libro”,
como invocan los zorros). Luego en el primer capítulo aparecerán “viendo y conociendo” lo que
sucede en el prostíbulo de Chimbote: “¿Entiendes bien lo que digo y cuento?”, inquiere el zorro de
abajo, que es ahora el que inicia el diálogo y el de arriba le responde: “Confundes un poco las
cosas”.
El autor está planteando, ¿sin querer?, la espinosa cuestión de las relaciones entre la ficción
y realidad, y en definitiva el problema de la verdad y la referencia literaria.
Todo esto fomenta la aparición de un texto híbrido (en lucha desde la modernidad y la
postmodernidad) que por su carácter metaliterario, es una verdadera mostración catártica del autor
al mismo tiempo que arriesgado experimento lingüístico, por la destrucción de las fronteras que
operan en él. Es un texto único, irrepetible y maldito.
Pero la desintegración va más allá: es también una desintegración vital del propio autor. El
tiro existió. No es sólo una metáfora. Un disparo que transforma el esquema referencial y el
horizonte de expectativas del lector, y que aporta una clave en la que debe ser leída la obra: no
como documento autobiográfico o quizás etnográfico, sino como acusación radical del valor del
compromiso de la escritura a nivel individual y colectivo. Es, ahora sí metafóricamente, un disparo
a la literatura americana, un discurso radical y jugado mortalmente, no es una pirueta lingüística.
Un texto “marginal y bárbaro” que merece el desafío del análisis, comprometido desde una
perspectiva americana.
libro el sexto
Contexto político
En el epígrafe de la primera edición de la novela, Arguedas afirma que decidió escribirla en 1939, no bien salió de la cárcel, pero que solo empezó a poner en práctica esta idea recién a partir de 1957.
El escritor tenía 26 años cuando vivió dicha experiencia carcelaria. Ocurrió durante la dictadura del general Oscar R. Benavides (aludido en la novela como El General), bajo la cual se hallaban fuera de la ley los partidos aprista y comunista. En realidad, Arguedas nunca fue un activo militante partidario, pero sus simpatías estaban del lado del comunismo y en contra del fascismo, pues se había formado intelectualmente con las lecturas del amauta José Carlos Mariátegui. Fue por eso que cuando en 1937 se anunció la visita del general italiano Camarotta (representante del dictador Benito Mussolini) a la sede de la Universidad de San Marcos, un grupo de estudiantes sanmarquinos se puso de acuerdo para organizar una protesta; entre ellos se encontraba Arguedas. Todos ellos eran partidarios acérrimos de la Segunda República Española y como tales, opositores declarados de la dictadura italiana, que por entonces apoyaba al bloque fascista en plena guerra civil española. En el fragor del acto, los estudiantes rodearon al general Camarotta e intentaron arrojarlo a la pila del patio de Derecho, hecho que fue impedido por un grupo de profesores. La embajada italiana protestó enérgicamente ante el gobierno peruano, y el general Benavides, a fin de dar un escarmiento ejemplar, ordenó la prisión de todos los estudiantes involucrados. Fue así como Arguedas fue a dar en El Sexto (prisión llamada así por estar en la sexta zona policial de Lima), donde pasó once meses, de noviembre de 1937 a octubre de 1938.[1]
Contexto ideológico
El mundo de los presos políticos en el Sexto refleja la realidad peruana de la década de 1930: comparativamente, los apristas son mayoría y los comunistas solo una minoría.[2] Estos partidos, de carácter revolucionario, habían surgido en los años 1920 con la pretensión de transformar radicalmente al país; pero fue el APRA, fundado por Víctor Raúl Haya de la Torre, que al comenzar la década de 1930 irrumpió como un partido de masas, apoyado por obreros, campesinos, estudiantes y la clase media. Participaron en las elecciones generales de 1931, que perdieron frente al teniente coronel Luis Sánchez Cerro; no reconocieron el resultado y pasaron a la más desaforada oposición, cuya cima alcanzó con la llamada revolución de Trujillo de 1932, ferozmente reprimida por el gobierno. Apristas y comunistas fueron perseguidos y puestos fuera de la ley bajo una norma de la Constitución de 1933 que proscribía a los partidos de carácter internacional; de esa época data la acuñación del término apro-comunismo. Las cárceles se llenaron de presos políticos, situación que no varió tras el ascenso al poder de Óscar R. Benavides luego del asesinato de Sánchez Cerro en 1933 a manos de un militante aprista. La novela es un eco de la lucha de los apristas y comunistas contra el régimen dictatorial de Benavides, pero a la vez refleja el enfrentamiento de ambos grupos en el plano doctrinario. Los apristas acusan a los comunistas de estar al servicio de la Rusia y de ser antipatriotas; a la vez los comunistas consideran a los apristas como intrigantes al servicio de los intereses de los explotadores para frenar así la auténtica revolución. Frente a esta disputa, el joven Gabriel se muestra como un individualista acérrimo: no comparte ninguno de esos fanatismos extremos, aunque se siente más cercano a los comunistas. Se podría definirlo como un independiente.
Escenario
Los hechos narrados transcurren en el interior de El Sexto, una prisión situada en el centro de Lima, en la Av. Bolivia con Alfonso Ugarte. Al inicio del relato, el joven Gabriel cuenta su llegada luego de abandonar la Intendencia; tras cruzar un patio inmenso fue conducido hacia el tercer piso o pabellón de los presos políticos. En el primer piso se hallan los presos comunes más peligrosos (asesinos, ladrones prontuariados) y en el segundo los no avezados (violadores, estafadores, ladrones primerizos).
El nombre de la prisión se debía a que el edificio servía también de cuartel a la sexta zona policial de la República.[3]
Personajes
Principales
- Gabriel, el narrador-protagonista, es un joven estudiante, serrano, artista, idealista, apolítico. Es natural del pueblo de Larcay, cerca de Chalhuanca. No se alínea ni con los apristas ni con los comunistas, pues siente aversión por las doctrinas y disciplinas políticas que, según él, limitan su libertad. Prefiere juzgar a los individuos no por sus diferencias políticas, sino por su personalidad, y es así como se hace amigo por igual del comunista Cámac y el aprista «Mok’ontullo». Es muy sensible y le atormentan las terribles escenas que ve en la cárcel. En los momentos de mayor angustia recuerda las bellas y apacibles imágenes de su tierra natal, a manera de paliativo.
- Alejandro Cámac, hombre maduro, alto, flaco, serrano, campesino de origen, carpintero de minas, sindicalista y comunista. En Morococha (región minera en la sierra central del Perú) había sufrido encierro y torturas, antes de ser trasladado a Lima. Compañero de celda de Gabriel, quien llega a admirarle por su sentido de justicia, que estaba por encima de su militancia partidaria. Muere en prisión y sus camaradas le homenajean, sumándose incluso los apristas al acto, pues todos le reconocen como un gran luchador social. Pedro, el líder de los comunistas, pronuncia un discurso en su honor.
- Juan, apodado «Mok’ontullo», joven, alto, blanco, arequipeño y aprista. Es la esperanza de su partido, aunque él se define solo como el músculo del mismo, siendo otros los cerebros. Empero, no es fanático y hace amistad con Gabriel.
- Francisco Estremadoyro, apodado «Pacasmayo», por ser natural del puerto de ese nombre, situado en el departamento de La Libertad, donde tenía un negocio de lanchas. Estaba como acusado de aprista, pero en realidad era apolítico y según su versión su encierro era obra de un diputado liberteño a raíz de una disputa por el amor de una mujer. Es muy jovial, conversador y lleno de energía, pero de pronto es aquejado de una extraña enfermedad que le hace enrojecer el rostro. Ello, sumado al deprimente espectáculo de la prostitución de un muchacho apodado Clavel en plena cárcel, hace que enloquezca y se suicide arrojándose contra los barrotes de la celda del muchacho.
- El piurano Policarpo Herrera, natural de Chulucanas. Es un hombre alto y fornido, pequeño propietario, agricultor cañavelero, que según su versión estaba en prisión por su enemistad personal con el subprefecto de su provincia. Como todo hombre andino siente aversión hacia la homosexualidad; detesta por eso al Rosita y a los violadores como el Puñalada y su banda de negros.
- Maraví, delincuente de alta peligrosidad, gordo, bajo y achinado. Es uno de los jefes de El Sexto, rivalizando con Rosita y Puñalada por el control de los negocios en el interior del penal.
- Puñalada, es un negro ladrón y asesino. Es alto, corpulento y con mirada de caballo. Es jefe de una de las bandas que existen dentro de la prisión. Es también el encargado de llamar a los presos desde la puerta del penal. Controla el negocio de prostituir a un joven llamado Clavel, así como el tráfico de alcohol, hojas de coca y droga dentro de la prisión. Se enamora del Rosita pero éste lo rechaza.
- Rosita, homosexual y travestido, quien purga prisión por ladrón y asesino. Es otro de los líderes del Sexto, en rivalidad con Maraví y Puñalada. Es hábil con la navaja y muy respetado por todos. Su pasatiempo favorito es el canto que entona con delicada voz. Convive en su celda con «el Sargento», un preso común condenado por estupro.
Secundarios
- Luis, preso político, natural de Cutervo en el departamento de Cajamarca. Es el líder de los apristas. Estos, que entre sí se tratan de «compañeros», son los más numerosos (más de 200).
- Pedro, preso político, viejo, limeño. Es el líder de los comunistas, que conforman una minoría entre los presos políticos (unos 30 «camaradas»).
- Torralba, preso político, obrero fornido, serrano y comunista.
- «El Clavel», un muchacho homosexual, de tez clara, que es traído de la calle y encerrado en una celda donde el Puñalada y su gente lo prostituyen, cobrando a cada usuario diez soles. Enloquece y los guardias lo sacan de la prisión, desconociéndose su final. Se decía que era hijo de unos inmigrantes serranos instalados en Cantagallo, quienes lo abandonaron aun niño.
- «El Pianista» o «el Músico», es un preso vago, quien sufre de maltratos, humillaciones y violaciones de parte de Puñalada y otros presos avezados, y termina por enloquecer. Se le ve en los pasillos simulando tocar el piano en el suelo y en los barrotes. Termina por enfermar gravemente y Gabriel trata de paliar su sufrimiento regalándole ropa y dándole comida, pero después aparece muerto en su celda. Se contaba que antes de recalar en la prisión había sido, en efecto, un estudiante de piano, que de día trabajaba de dependiente en una tienda.
- «El Japonés», es un preso vago, de ascendencia oriental, quien es objeto de la burla y el maltrato de parte del Puñalada y otros presos. Una de las torturas a la que le sometía el Puñalada consistía en impedirle que defecara tranquilamente, haciendo que se revolcara en su suciedad.
- Un negro idiota y exhibicionista, que enseña su enorme miembro viril a cambio de unos centavos. Él es quien, al final de la novela, mata al Puñalada cortándole en el cuello.
- Libio Tasaico, un muchacho de 14 años, serrano y sirviente, quien llega al Sexto acusado por su patrona de robar un anillo costoso. Llevado a una celda, es abusado sexualmente por Puñalada y otros negros. Rechaza el dinero que Puñalada le quiere dar. Se hace amigo de Gabriel, de quien era paisano. Al día siguiente sale en libertad pues su patrona avisa que ya encontró su anillo.
- «El Pato», inspector de la policía y soplón (informante o delator al servicio del gobierno), odiado por los presos políticos, que es muerto de una cuchillada por el Piurano, al final de la novela.
- «Pate’Cabra», otro de los líderes del primer piso de El Sexto, aunque no tiene protagonismo en el relato.
- Los vagos, son presos comunes encerrados por vagancia y por andar indocumentados; algunos se ponen al servicio de los delincuentes más avezados, como mandaderos o guardaespaldas.
- Los paqueteros, vagos al servicio de Puñalada, Maraví y el Rosita.
- El Comisario de la prisión, que es un mayor de la policía, algo loco y abusivo.
- El Cabo, el Sargento, el Teniente y los guardias de la prisión.
Resumen
La novela empieza con el ingreso del joven Gabriel a la prisión de El Sexto, en pleno centro de Lima, donde oye los cánticos de los presos políticos: los apristas cantan a todo pulmón «La marsellesa aprista» y los comunistas el himno de «La Internacional». Gabriel es un estudiante universitario involucrado en una protesta contra la dictadura que rige al país y por ello es conducido al pabellón destinado a los presos políticos, situado en el tercer piso del penal. Es introducido en una celda, que compartirá en adelante con Alejandro Cámac Jiménez, un sindicalista minero de la sierra central, preso por comunista.
Cámac se convierte para Gabriel en el guía y consejero en ese submundo donde se encuentra «lo peor y lo mejor del Perú». La cárcel está dividida en tres niveles: en el primer piso se encuentran los delincuentes más peligrosos y prontuariados; en el segundo están los delincuentes no avezados (violadores, ladrones primerizos, estafadores, etc.) y en el tercero se encuentran, como ya queda dicho, los presos políticos. Gabriel va conociendo uno por uno a los presidiarios. Pedro es el líder de los comunistas y Luis el de los apristas; estos últimos son los más numerosos (más de 200, frente a 30 comunistas). Destacan también el aprista Juan o «Mok’ontullo» y el comunista Torralba. Otros «políticos» como el «Pacasmayo» y el piurano Policarpo Herrera se consideran apolíticos y aducen estar en prisión por venganzas personales. De entre los delincuentes del piso inferior Gabriel conoce a los que son los amos del Sexto: Maraví, el negro Puñalada y el Rosita, éste último un travestido. Otro grupo lo conforman los vagos, algunos de los cuales son pintorescos, como el negro que enseña su pene, «inmenso como el de una bestia de carga», a cambio de diez centavos; pero otros son verdaderos espantajos humanos, víctimas de la burla y el sadismo de los más avezados, como el Pianista, el Japonés y el Clavel.
Lo ocurrido en torno en torno a Clavel ejemplifica en su máxima expresión el horror carcelario. Clavel es un muchacho homosexual quien luego de ser violado por los presos, es encerrado por Puñalada en una celda obligándolo a prostituirse, todo ello con la complicidad de los guardias y las autoridades penitenciarias. Clavel termina por enloquecer.
Otra escena nos permite conocer el alma bondadosa de Gabriel. Cuando el Pianista agoniza en el pasillo víctima de los maltratos sufridos, Gabriel, con ayuda de «Mok’ontullo», lo recoge, lo regresa a su celda y lo abriga con su ropa. Inesperadamente se acerca el Rosita ofreciendo ayuda y protección al Pianista. Pero éste aparece muerto al día siguiente y algunos presos acusan a Gabriel de ser responsable de su muerte, presumiendo que las ropas que le regaló habían atraído la codicia de los vagos quienes en el forcejeo para quitárselas lo habrían ahorcado. Esto provoca una disputa entre apristas y comunistas; los primeros acusan a los segundos de provocar el incidente, para enredar a «Mok’ontullo» con Rosita, y así ensuciar la trayectoria de quien era considerado como la esperanza del partido, por su juventud y entusiasmo. Este incidente provoca una serie de discusiones entre los militantes de cada partido. Los apristas se consideran los verdaderos representantes del pueblo peruano y acusan a los comunistas de estar al servicio de Moscú; por su parte, los comunistas acusan a los apristas de ser intrigantes y actuar solo como instrumentos de la clase oligárquica para frenar la revolución auténtica. Ante tal discusión, Gabriel no tiene reparos en decir abiertamente que no comulga con ideologías y disciplinas politizadas que, según él, limitan la libertad natural del ser humano. Los demás comunistas le responden que es un idealista y soñador, y que le faltaba compenetrarse más con la doctrina del partido.
Mientras tanto, el Clavel continua siendo prostituido en su celda, lo que conmueve y repugna a los presos políticos. El más afectado es «Pacasmayo», quien para colmo es presa de una extraña enfermedad que le hace enrojecer el rostro, ante la indiferencia del médico de la prisión, quien se limita a decirle que solo es un mal pasajero. El piurano también demuestra abiertamente su aversión hacia todos los actos homosexuales y de violencia sexual que se practican en la cárcel. Los líderes de los presos políticos se ponen de acuerdo y solicitan una entrevista con el Comisario del penal; asimismo le envían un petitorio donde exigen que se ponga fin al tráfico sexual y se trasladen a otra prisión al Puñalada, Maraví y Rosita. Firman la solicitud Pedro, Luis y Gabriel (éste último en nombre de los universitarios e independientes). El Comisario llama a todos ellos a su despacho; luego de leer el petitorio, lo rechaza iracundo, aduciendo que la cárcel era precisamente para eso, para que los presos se jodieran entre ellos, y que debían estar más bien agradecidos los políticos de que no fueran encerrados en el primer piso, lo cual sería, según él, el verdadero castigo, por traidores a la patria. Luis y Gabriel no se contienen y responden digna y airadamente; ante lo cual el Comisario llama a los guardias y ordena que los golpeen y los devuelvan a sus celdas.
Poco después fallece Alejandro Cámac en brazos de Gabriel. En los últimos días su salud se había quebrantado y perdido la visión de un ojo. Todos los políticos, apristas y comunitas rinden homenaje a quien consideran un gran luchador social. Pedro da un vibrante discurso. El cadáver es sacado y los presos lo despiden cantando a toda voz sus himnos respectivos. El teniente es enviado a acallar a los presos, pero no logra su cometido. La muerte de Cámac coincide con la del Japonés, víctima del hambre y los golpes; ambos cuerpos son sacados del penal en el mismo camión.
Otro suceso que conmueve a Gabriel es el ocurrido en torno a Libio Tasaico, un muchacho serrano y sirviente, de 14 años, quien llega a la cárcel acusado por su patrona de robarle una joya costosa. Esa misma noche Puñalada y otros negros violan al muchacho, quien amanece llorando desconsoladamente. Gabriel trata de calmarlo; lo lleva a su celda y le cuenta sobre la vida de su pueblo situado también en las serranías, donde los hombres son valientes y no lloran a pesar de latiguearse en las festividades patronales. Libio siente entonces alivio al encontrar a una persona que le habla con el idioma del corazón. Poco después la patrona del muchacho avisa que ya encontró la joya perdida y pide que le entreguen a Libio, pero éste no quiere regresar donde ella. Gabriel le convence entonces para se vaya de la prisión y lo despide afectuosamente, dándole la dirección de un amigo donde lo alojarían y darían trabajo.
Este último incidente convence a Gabriel que el negro Puñalada debía morir y pide al Piurano que lo asesine. El piurano promete hacerlo y se consigue un enorme cuchillo. Una noche, Gabriel escucha los gritos de Pacasmayo; al asomarse por la baranda, lo ve arrojarse desde lo alto contra las rejas de la celda del Clavel, rompiéndose el cuello. No repuesto de la impresión, al poco rato Gabriel escucha al Puñalada gritando de dolor y lo ve desplomarse sangrando, con un enorme corte en el cuello. Gabriel cree al principio que es obra del piurano pero éste se acerca y le asegura que otro se le había adelantado. El teniente, el cabo y los guardias irrumpen y encuentran al negro exhibicionista con un cuchillo en la mano; asumen que es el asesino del Puñalada y lo arrestan. También llevan como testigos a Gabriel y al piurano; Gabriel cuenta a los policías que Pacasmayo se quitó la vida al no poder soportar el abominable espectáculo del muchacho prostituido, pero el cabo supone que el motivo más probable sería un sentimiento de celos por el maricón, lo cual indigna a Gabriel y al piurano. Ambos son devueltos a la cárcel, pero cuando atraviesan el patio se les acerca «el Pato», un inspector, quien pistola en mano amenaza al piurano y lo insulta, llamándolo cholo asqueroso. «El Pato» era un soplón o delator al servicio del gobierno y como tal odiado por los presos políticos; el piurano no soporta la ofensa y con un movimiento veloz saca su cuchillo y le da un tajo en el cuello. «El Pato» se desploma muerto ante la estupefacción de todos. Gabriel sube al tercer piso y anuncia a toda voz el suceso; todos celebran y dan vivas al piurano. El relato termina cuando, al amanecer siguiente, Gabriel despierta al escuchar una voz que llamaba a los presos desde la puerta de la prisión, imitando al Puñalada. Era un negro joven, que relevaba así al amo fallecido.
libro los rios profundos
Contexto
Los últimos años de la década de 1950 fueron para Arguedas muy fértiles en cuanto a producción literaria. El libro apareció cuando el Indigenismo se hallaba en pleno apogeo en el Perú. El ministro de Educación de aquel entonces, Luis E. Valcárcel, organizó el Museo de la Cultura, institución que propició con mucha decisión los estudios indigenistas. Por otro lado, con la publicación de Los ríos profundos se inició un irreversible proceso de valoración de la obra arguediana tanto en el Perú como a nivel continental.[2]
Composición
La génesis de la novela sería el cuento «Warma kuyay» (que forma parte del libro de cuentos Agua, publicado en 1935), uno de cuyos personajes es el niño Ernesto, inconfundiblemente el mismo Ernesto de Los ríos profundos. Un texto de Arguedas que apareció publicado en 1948 bajo la forma de relato autobiográfico (Las Moradas, vol. II, Nº 4, Lima, abril de 1948, pp. 53-59), conformaría después el segundo capítulo de la novela bajo el título de «Los viajes». En 1950 Arguedas anunció en el ensayo «La novela y el problema de la expresión literaria en el Perú» la existencia del proyecto de la novela. El impulso para completar su composición surgió años después, por el año 1956, cuando realizaba un trabajo etnográfico de campo en el valle del Mantaro. No paró entonces hasta verlo concluido. Algunos textos de estudio etnográfico fueron adheridos al relato, como la explicación etimológica del zumbayllu o trompo mágico.
Escenarios
La plaza de Abancay, uno de los escenarios de la novela
El 70 % de la acción de la novela transcurre en la ciudad de Abancay, en quechua Awancay. Otros escenarios son mencionados en los dos primeros capítulos de la novela: el Cuzco y diversas ciudades costeñas y serranas del sur y centro del Perú, lugares que Ernesto, el protagonista, recorre acompañando a su padre antes de instalarse en Abancay.
Abancay es un pueblo con pequeños barrios separados por huertas de moreras, y con campos de cañaverales que se extienden hasta el río Pachachaca. Lo rodea la hacienda Patibamba, cuyo patrón no la vendía y por ello la ciudad no podía expandirse. Un árbol característico de Abancay es el nativo pisonay, que en primavera se llena de flores grandes y rojas.
Lugares importantes de Abancay donde se desarrolla la novela son el Colegio religioso o internado, con su enorme patio polvoriento; el barrio de Huanupata, tugurio maloliente poblado de chicherías, donde también se podían encontrar mujeres fáciles; la Plaza de Armas; la Avenida Condebamba, que es una amplia alameda sembrada de moreras. Ya en las afueras se alza el puente del Pachachaca, símbolo de la conquista española, sostenido por bases de cal y canto y que pese a sus siglos de vida aun se mantiene firme y aguanta las embestidas del río que pasa bajo su arco.
Época
Teniendo en cuenta que se trata de una novela de corte autobiográfico, la época en que está ambientada la narración es la década de 1920, bajo el oncenio de Augusto B. Leguía. Para ser más exactos, fue el año de 1924 en que Arguedas estudió el quinto de primaria en el colegio Miguel Grau de Abancay, dirigido por los padres mercedarios.[3]
Argumento
La novela narra el proceso de maduración de Ernesto, un muchacho de 13 años quien debe enfrentar a las injusticias del mundo adulto del que empieza a formar parte y en el que debe elegir un camino. El relato empieza en el Cuzco, ciudad a la que arriban Ernesto y su padre, Gabriel, un abogado itinerante, en busca de un pariente rico denominado El Viejo, con el propósito de solicitarle trabajo y amparo. Pero no tienen éxito. Entonces reemprenden sus andanzas a lo largo de muchas ciudades y pueblos del sur peruano. En Abancay, Ernesto es matriculado como interno en un colegio religioso mientras su padre continúa sus viajes en busca de trabajo. Ernesto tendrá entonces que convivir con los alumnos del internado que son un microcosmos de la sociedad peruana y donde priman normas crueles y violentas. Más adelante, ya fuera de los límites del colegio, el amotinamiento de un grupo de chicheras exigiendo el reparto de la sal, y la entrada en masa de los colonos o campesinos indios a la ciudad que venían a pedir una misa para las víctimas de la epidemia de tifo, originará en Ernesto una profunda toma de conciencia: elegirá los valores de la liberación en vez de la seguridad económica. Con ello culmina una fase de su proceso de aprendizaje. La novela finaliza cuando Ernesto abandona Abancay y se dirige a una hacienda de propiedad de «El Viejo», situada en el valle del Apurímac, a la espera del retorno de su padre.
Los dos narradores
En la obra se distinguen dos narradores. El primero es el narrador principal, un hombre adulto que evoca su niñez, es decir, una versión adulta de Ernesto. El segundo es una especie de narrador cognoscitivo cuya intervención es esporádica. Se encarga de completar y mejorar la comprensión del lector respecto a los sucesos de la novela, aportando datos no conocidos por los lectores, sobre todo en temas de etnología.[4]
Personajes
- Ernesto, el protagonista-narrador, es un muchacho de 13 años que vive escindido entre dos mundos, el de los hacendados explotadores y el de los indios maltratados. Ello le permite un proceso de aprendizaje acelerado y una manera de ver el mundo con una mayor perspectiva. Irá interpretando una realidad a la que se ve enfrentado y su proceso de aprendizaje tendrá que ver con la elección ética de ubicarse del lado del poderoso o del desposeído. Para combatir la imposibilidad de pertenecer enteramente a cualquiera de estos dos mundos, decide soportar su condición a través de la ensoñación y la comunicación con la naturaleza. A menudo, se identificará más con los indios.
- El Viejo, de nombre don Manuel Jesús, es el tío de Ernesto. Terrateniente poderoso, dueño de cuatro haciendas en el valle del Apurímac, prepotente y avaro, representa el mundo hostil, ese sistema socioeconómico explotador al que por primera vez se ve enfrentado Ernesto. Tiene un servidor indio o pongo muy servicial, quien, por oposición, representa a las víctimas de dicho sistema. El Viejo aparece al principio de la novela, alojado en una casona del Cuzco; al final de la novela vuelve a ser mencionado, pues a una de sus haciendas es enviado Ernesto tras la irrupción de la peste en Abancay.
- Los alumnos del colegio.- En el colegio religioso de Abancay existían dos tipos de alumnos: los externos y los internos. Ernesto es uno de estos últimos; en dicho ambiente entrará en contacto con adolescentes y jóvenes que repiten los mismos esquemas de los poderosos y que cometen las mismas injusticias sociales. En la obra se mencionan a los siguientes alumnos:
- Añuco, interno, era hijo de un hacendado caído en la ruina. A los nueve años había sido recogido por los padres del Colegio, poco antes de que falleciera su padre. Amigo y cómplice del Lleras en continuas mataperradas tanto dentro como fuera del colegio, su rabia era una manera de expresar su tristeza. Al final, luego de la huida de Lleras, se amista con sus compañeros, y los padres lo trasladan al Cuzco, para que siguiera la carrera religiosa.
- Lleras, interno, era huérfano como el Añuco, y a la vez el más altanero y abusivo de todos los alumnos, aprovechando la ventaja que le daba tener más edad y fuerza que el resto. Muy lerdo en los estudios, sin embargo compensaba con su habilidad en los deportes, siendo infaltable su presencia en el equipo del colegio, a la cabeza del cual destacaba en las competencias locales de fútbol y atletismo. Amigo y protector del Añuco, formaban ambos una dupla temible, no solo en el colegio sino en todo el pueblo. Su poder radicaba en infundir el miedo y el dolor a los más chicos o desvalidos. Al final, agrede a uno de los religiosos y es castigado terriblemente. Huye del colegio y luego del pueblo, junto con una mestiza del barrio de Huanupata, y no se supo más de él. Los rumores decían que había fallecido en su viaje de huida y que su cuerpo había sido arrojado al río.
- Ántero Samanez, externo, apodado el Markask’a o el «marcado», por sus lunares en el rostro, era un chico de cabellos rubios muy encendidos por lo que también le apodaron el «Candela». Era hijo de un hacendado del valle del Apurímac. Aparte de su aspecto físico no destacaba en nada. Al principio se hizo amigo de Ernesto, cuando llevó al colegio un juguete nuevo, el zumbayllu o trompo, al cual, conforme a la mentalidad andina, atribuía propiedades mágicas. Ambos, Ántero y Ernesto, son opuestos a Lleras y al Añuco, y por lo tanto, a la violencia. Sin embargo, conforme avanza la novela, las diferencias entre ellos se tornan evidentes y esto origina un alejamiento. En el motín de las chicheras Ernesto participa al lado de estas, y Ántero da su respaldo a los hacendados. Pero lo que lleva a la ruptura total es cuando Ántero se hace amigo de Gerardo, costeño e hijo del comandante de la Guardia Civil destacado en Abancay.
- «El Peluca», interno, un joven de 20 años, muy corpulento, aunque cobarde y de mirada lacrimosa. Le dieron ese apodo porque era hijo de un peluquero. Se destacaba por su obsesión enfermiza hacia una mujer demente, la opa Marcelina, a quien asaltaba en los excusados y la obligaba a tener relaciones sexuales. Esta conducta anómala era motivo de las burlas soeces de sus compañeros, quienes sin embargo no lo enfrentaban pues temían su fuerza física. Al fallecer Marcelina, enloqueció, profiriendo aullidos, y sus familiares tuvieron que sacarlo del colegio atado de pies y manos.
- Palacitos, apodado también como el «indio Palacios», era el interno más menor y humilde, y el único proveniente de una comunidad indígena. Al principio le costó mucho adaptarse; leía penosamente y no entendía bien el castellano. Todo ello motivó que fuera maltratado física y psicológicamente por el Lleras y otros alumnos mayores, al punto que suplicaba con lágrimas a su padre (que iba a visitarle cada mes) a que lo trasladara a una escuela fiscal. Sin embargo, con el paso del tiempo fue amoldándose; los alumnos mayores dejaron de molestarle, se hizo amigo de Ernesto y empezó a rendir en los estudios, al extremo de recibir una felicitación de parte de uno de los profesores. Su padre, feliz, le prometió que sería ingeniero.
- Chauca, rubicundo y delgado, es otro de los que tenían una obsesión enfermiza por la opa Marcelina, aunque, a diferencia del Peluca, siente remordimientos y trata de domeñar sus deseos. Una vez es descubierto azotándose.
- Rondinel o el Flaco, alumno que se hacía notar por su extrema delgadez. Reta a una pelea a Ernesto pero enseguida se amistan.
- Valle, alumno de quinto año, muy lector y elegante. En los días de fiesta y en las salidas lucía una vistosa corbata atada de manera original, que bautiza con el nombre de k’ompo. En su conversación se esforzaba en hacer citas literarias y otros ejercicios pedantescos. En la calle andaba siempre rodeado de señoritas y presumía de sus conquistas amorosas. Se jactaba incluso de haber seducido a la esposa del médico de Abancay.
- Romero, aindiado, alto y delgado, el atleta del grupo, campeón imbatible en salto y otras disciplinas deportivas. También era hábil tocador del rondín (armónica) y cantor de huaynos. Defiende a los más débiles de los abusos del Lleras y el Añuco.
- Ismodes, apodado el Chipro, natural de Andahuaylas, hijo de mestizo. Su apodo en quechua significa el «picado por la viruela», por las marcas inconfundibles de dicha enfermedad que tenía en el rostro. Se pelea constantemente con el Valle.
- Simeón, llamado el Pampachirino, por ser oriundo del pueblo de Pampachiri.
- Gerardo, hijo del comandante de la guardia civil destacado en Abancay. Es costeño, natural de Piura. Se hace amigo de Ántero y lo matriculan en el colegio. Destaca por su habilidad en los deportes, por su facilidad natural en ganarse amigos y conquistar a las chicas.
- Pablo, hermano de Gerardo.
- Iño Villegas
- Saturnino
- Montesinos
- La opa Marcelina, joven mujer demente, blanca, baja y gorda, que había sido recogida por uno de los Padres y colocada como ayudante en la cocina. Se convierte en una especie de símbolo del pecado, pues los internos mayores suelen buscarla por las noches para forzarla a tener relaciones sexuales. Fallece víctima de la epidemia de tifo.
- Los Padres del Colegio. Son los religiosos que dirigen la institución educativa:
- Augusto Linares, o simplemente el Padre Linares, director del Colegio, ya anciano, de cabellos blancos, que tenía fama de santidad en todo Abancay.
- El padre Cárpena, alto y fornido, aficionado a los deportes.
- El hermano Miguel, afroperuano, era oriundo de Mala, en la costa central peruana. Los alumnos irrespetuosos le llaman despectivamente «negro».
- Doña Felipa, es cabecilla de las chicheras que se amotinan reclamando el reparto de la sal al pueblo. Es una mujer robusta, de voluminosos senos y anchas caderas, con el rostro picado de viruela. Ernesto la admira por su coraje, fuerza y sentido de justicia. Luego del motín, huye llevándose consigo un fusil y logra burlar la persecución de las fuerzas del orden. Gracias a ella, Ernesto comprueba que la reivindicación social es posible.
- Los colonos, trabajadores indios contratados en la hacienda Patibamba, circundante a la ciudad de Abancay, entre quienes se extiende la epidemia de tifo. Invaden la ciudad exigiendo una misa para los difuntos.
- Los guardias civiles, cuerpo de policía de la ciudad de Abancay. Son llamados jocosamente «guayruros» (frijoles de colores) por el color de sus uniformes (negro y rojo). Se les ridiculiza por no poder controlar el motín de las chicheras.
- Los oficiales y soldados del Ejército, quienes ocupan la ciudad tras producirse el motín de las chicheras.
- La cocinera del internado, protectora del Palacitos y quien fallece víctima del tifo.
- Abraham, portero del internado, quien también cae víctima de la peste y regresa a Quishuara, su pueblo natal, para morir.
- Salvinia, chica de 12 años, delgada, de piel morena y de ojos rasgados y negros. Es la enamorada de Ántero. Vivía en la avenida Condebamba, una alameda o amplia calle abanquina sembrada de moreras. Ernesto nota que sus ojos son del color del zumbayllu (trompo mágico) al momento de girar.
- Alcira, amiga de Salvinia, de su misma edad. Vivía camino de la Plaza de Armas a la planta eléctrica. Cuando Ernesto la ve por primera vez, le encuentra un gran parecido con Clorinda, una jovencita del pueblo de Saisa, de quien en su niñez se había enamorado y de la que nunca más volvió a saber. Alcira tenía una cabellera hermosa, del color del tallo de la cebada madura, y su mirada era triste, pero sus pantorrillas eran muy gruesas y cortas, lo que a Ernesto le desagradaba.
- Prudencio, joven indio, del pueblo de Kakepa, soldado y músico de la banda militar, paisano y amigo de Palacitos.
- El papacha Oblitas, mestizo, maestro músico, experto tocador de arpa.
- El kimichu, un indio peregrino recaudador de limosnas para la Virgen de Cocharcas. Lleva una urna con la imagen de la Virgen, encima de la cual iba un lorito.
- Jesús Warank’a Gabriel, cantor, acompañante del kimichu.
- Don Joaquín, forastero challhuanquino, que contrata los servicios del abogado Gabriel, el padre de Ernesto, sobre un litigio de tierras.
- Pedro Kokchi y Demetrio Pumaylly, indios, amigos de la infancia de Ernesto, que los menciona al rememorar dicha etapa de su vida.
- Alcilla, notario de Abancay, amigo del padre de Ernesto, hombre envejecido y enfermo, con esposa e hijos.
Estructura
La obra está dividida en 11 capítulos, numerados con dígitos romanos y con título propio, siendo muy variable la extensión de cada uno de ellos. El más extenso es el último capítulo, el titulado «Los colonos». El más corto es el capítulo IV, titulado «La hacienda».
Breve esquema de la novela:
I. El viejo.- La llegada de Ernesto y su padre al Cuzco, donde se encuentran con El Viejo, un agrio y avaro hacendado, que se niega a ayudarlos, pese a ser pariente de ellos.
II. Los viajes.- Los recorridos de Ernesto y su padre (abogado itinerante) por diversas ciudades de la sierra y de la costa central y sur del Perú.
III. La despedida.- La llegada de Ernesto y su padre a Abancay. Ernesto es internado en un colegio religioso y su padre continúa sus viajes en busca de trabajo.
IV. La hacienda.- Ernesto visita la hacienda colindante de Abancay, Patibamba, cuyos colonos o peones indios eran muy reservados. El Padre o cura del pueblo en sus sermones que da a los indios elogia a los hacendados.
V. Puente sobre el mundo.- Ernesto visita el barrio de Huanupata, el barrio alegre de Abancay. A las afueras está el puente sobre el Pachachaca, construido en el siglo XVI por los españoles. Se describe el colegio religioso, los padres directores, los hermanos profesores y los alumnos. Una sirvienta que sufre de retardo mental, la opa Marcelina, es el objeto sexual de los alumnos mayores.
VI. Zumbayllu.- Uno de los alumnos internos, el Ántero o Markask’a trae al colegio un zumbayllu o trompo, de significado mágico. Ernesto se amista con Ántero. Se describen las peleas entre los alumnos y los abusos de los mayores sobre los menores, como el Lleras sobre el Palacitos.
VII. El motín.- Las chicheras del pueblo, encabezadas por Felipa, se rebelan para exigir el reparto de sal al pueblo. Ernesto les acompaña en el tumulto. Las chicheras reparten la sal a los indios de Patibamba, pero luego irrumpen los guardias civiles y recuperan la sal.
VIII. Quebrada honda.- Ernesto es castigado por los padres, por seguir a las chicheras. Luego regresa a Patibamba acompañando al Padre Director, quien sermonea a los indios. Ernesto regresa al colegio y se encuentra con Ántero, quien le enseña un winku o trompo brujo, superior al zumbayllu. En otra escena, el Lleras empuja a uno de los religiosos, el hermano Miguel, el cual responde dándole un puñetazo. El Lleras se fuga del colegio.
IX. Cal y canto.- Los militares llegan a Abancay para contener la rebelión de las chicheras y capturar a Felipa. Ántero y Ernesto conversan en el colegio sobre la situación. Ambos visitan en el pueblo a Salvinia (enamorada de Ántero) y a Alcira, la amiga de aquella.
X. Yawar Mayu. Un domingo Ernesto y los otros alumnos van a la plaza del pueblo donde dan retreta o exhibición de la banda militar. Ernesto conoce a Gerardo, el hijo del comandante destacado en Abancay, quien se hace amigo de Ántero. Asimismo, visita el barrio de Huanupata, donde se deleita escuchando a los músicos y cantores.
XI. Los colonos.- Los militares se retiran de Abancay, sin haber capturado a Felipa. Gerardo ingresa al colegio religioso donde destaca y se vuelve inseparable de Ántero. Cuando ambos se jactan de sus conquistas amorosas, Ernesto se pelea con ellos y no les vuelve a hablar. Luego irrumpe la peste de tifo en el pueblo, proveniente de los contornos. La opa Marcelina fallece víctima del mal. Ernesto se acerca a verla, por lo que es puesto en cuarentena por temor a un contagio. Cientos de colonos o peones indios de las haciendas colindantes se acercan a Abancay para exigir al Padre que dé una misa por los difuntos. El Padre acepta y da la misa a medianoche. Con el permiso del Padre, Ernesto abandona Abancay y se va a una de las haciendas de El Viejo, donde esperará el retorno de su progenitor.
Resumen por capítulos
I.- EL VIEJO
Catedral del Cuzco.
El relato empieza cuando el narrador (Ernesto) cuenta su llegada al Cusco, acompañando a su padre Gabriel, quien era abogado y viajaba continuamente buscando dónde ejercer su profesión. En la antigua capital de los incas visitan a un pariente rico al que conocen como El Viejo, para solicitarle alojamiento y trabajo, pero este resulta ser un tipo avaro, hosco y con fama de explotador, por lo que deciden abandonar la ciudad y buscar otros rumbos. Pero antes pasean por la ciudad. Ernesto se deslumbra ante los majestuosos muros de los palacios de los incas, cuyas piedras finamente talladas y perfectamente encajadas le parecen que se mueven y hablan. Luego pasan frente a la Iglesia de la Compañía y visitan la Catedral, donde oran frente a la imagen del Señor de los Temblores. Allí se encuentran nuevamente con el Viejo, quien estaba acompañado de su sirviente indio o pongo, símbolo de la raza explotada. Ernesto no puede contener el desagrado que le produce el Viejo y lo saluda secamente.
II.- LOS VIAJES
En este capítulo el narrador relata los viajes de su padre como abogado itinerante por diversos pueblos y ciudades de la sierra y de la costa, viajes en los que le acompaña desde muy niño. Cuenta anécdotas curiosas que les toca vivir a ambos en algunos pueblos. Llegan por ejemplo a un pueblo cuyos niños salían al campo a cazar aves para que no causaran estragos en los trigales. En ese mismo pueblo, había una cruz grande en la cima de un cerro, que durante una festividad religiosa era bajada por los indios en hombros. En otra ocasión llegan a Huancayo, donde casi se mueren de hambre pues sus habitantes, que odiaban a los forasteros, impidieron que los litigantes (clientes) fueran a verles. En otro pueblo las personas les miran con rabia, a excepción de una joven alta y de ojos azules, que parecía más amigable. Ernesto se venga en esa ocasión cantando huaynos a todo pulmón en las esquinas. En Huancapi, cerca de Yauyos, contempla cómo unos loros que posaban en los árboles son muertos a balazos por unos tiradores, siendo lo extraño que dichas aves no se animaran a alzar vuelo y cayeran así mansamente, una tras otra. De allí pasan a Cangallo y siguen hacia Huamanga, por la pampa de los morochucos, célebres jinetes de quienes se decía que eran descendientes de los almagristas.
III.- LA DESPEDIDA
Cuenta el narrador cómo su padre le promete que sus continuos viajes acabarían en Abancay, pues allí vivía un notario, viejo amigo suyo, quien sin duda le recomendaría muchos clientes. También le promete que le matricularía en un colegio. Llegan pues a Abancay y se dirigen a la casa del notario, pero éste resultó ser hombre enfermo y ya inútil para el trabajo, y para colmo, con una mujer e hijos pequeños. Descorazonado, el padre prefiere alojarse en una posada, donde coloca su placa de abogado. Pero los clientes no llegan y entonces decide reemprender sus viajes. Pero esta vez ya no le podrá acompañar Ernesto, pues ya estaba matriculado de interno en un colegio de religiosos de la ciudad, cuyo director era el Padre Linares. Su decisión se apresura cuando un tal Joaquín, un litigante de Chalhuanca, llega a Abancay a solicitarle sus servicios profesionales. Ernesto se despide entonces de su padre y se queda en el internado.
IV.- LA HACIENDA
En este capitulo el narrador cuenta la vida de los indios de la hacienda colindante a Abancay, Patibamba, a donde solía ir los domingos tras salir del internado, pero a diferencia de los indios con quienes había pasado su niñez, estos parecían muy huraños y vivían encerrados. Relata también las misas oficiadas por el Padre, y como éste predicaba el odio hacia los chilenos y el desquite de los peruanos por la guerra de 1879 (recordemos que eran los años de 1920, en plena tensión peruana-chilena por motivo del litigio por Tacna y Arica) y elogiaba a la vez a los hacendados, a quienes calificaba como el fundamento de la patria, pues eran, según su juicio, los pilares que sostenían la riqueza nacional y los que mantenían el orden.
V.- PUENTE SOBRE EL MUNDO
Puente sobre el río Pachachaca, construido por los españoles en el siglo XVI.
El título de este capítulo alude al significado del nombre quechua de Pachachaca, el río cercano a Abancay, sobre el cual los conquistadores españoles construyeron un puente de piedra y cal que hasta hoy sobrevive. Con la esperanza de poder encontrar a algún indio colono de la hacienda, Ernesto aprovecha los domingos para visitar Huanupata, el barrio alegre de Abancay, poblado de chicherías, arrabal pestilente donde también se podían encontrar mujeres fáciles. Para su sorpresa no encuentra a ninguno de los colonos, y solo ve a muchos forasteros y parroquianos. De todos modos continua frecuentando dicho barrio, pues los fines de semana iban allí músicos y cantantes a tocar arpa y violín y cantar huaynos, lo que le recordaba mucho a su tierra. Luego pasa a describir la vida en el internado; en primer lugar cuenta como el Padre organizaba a los alumnos en dos bandos, uno de «peruanos» y otro de «chilenos» y lo hacía enfrentar en el campo, a golpes de puño y empellones, como una manera de «incentivar» el espíritu patriótico. Luego menciona a los alumnos, refiriendo sobre sus orígenes y características: el Lleras y el Añuco, que eran los más abusivos y rebeldes de los alumnos; el Palacitos, el de menor edad, y a la vez el más tímido y débil de todos; el Romero, el Peluca y otros más. También se menciona a una joven demente, la opa Marcelina, que era ayudante en la cocina y que solía ser desnudada y abusada sexualmente por los alumnos mayores, sobre todo por el Lleras y el Peluca. El Lleras incluso trata de forzar al Palacitos para que tenga relaciones sexuales con la opa, mientras ésta era sujetada en el suelo con el vestido levantado hasta el cuello. El Palacitos se resiste, llorando y gritando. El Romero, hastiado de los abusos del Lleras, le reta a pelear, pero el encuentro no se produce.
VI.- ZUMBAYLLU
Esta vez Ernesto relata como uno de los alumnos, el Ántero o Markask’a, rompe la monotonía de la escuela al traer un trompo muy peculiar al cual llaman zumbayllu, lo que se convierte en la sensación de la clase. Para los mayores solo se trata de un juguete infantil pero los más chicos ven en ello un objeto mágico, que hace posible que todas las discusiones queden de lado y surja la unión. Ántero le regala su zumbayllu a Ernesto y se vuelven desde entonces muy amigos. Ya con la confianza ganada, Ántero le pide a Ernesto que le escriba una carta de amor para Salvinia, una chica de su edad a quien describe como la niña mas linda de Abancay. Luego, ya en el comedor, Ernesto discute con Rondinel, un alumno flaco y desgarbado, quien le reta a una pelea para el fin de semana. Lleras se ofrece para entrenar a Rondinel mientras que Valle alienta a Ernesto. En la noche, los alumnos mayores van al patio interior; allí el Peluca tumba a la opa Marcelina y yace con ella. De lejos, Ernesto ve que el Lleras y el Añuco amarran sigilosamente algo en la espalda del Peluca. Cuando éste vuelve al dormitorio, Ernesto y el pampachirino se espantan al ver unas tarántulas o apasankas atadas en su saco, pero los otros internos se ríen; el mismo Peluca arroja y aplasta sin temor a los bichos.
VII.- EL MOTIN
A la mañana siguiente, Ernesto le entrega a Ántero la carta que escribió para Salvinia; Ántero la guarda sin leerla. Luego le cuenta a su amigo su desafío con Rondinel. Ántero se ofrece para amistarlos y lo logra, haciendo que los dos rivales se den la mano. Luego todos se van a jugar con los zumbayllus. Al mediodía escuchan una gritería en las calles y divisan a un tumulto conformado por las chicheras del pueblo. Algunos internos salen por curiosidad, entre ellos Ántero y Ernesto, que llegan hasta a la plaza, la que estaba copada por mujeres indígenas que exigían que se repartiera la sal, pues a pesar de que se había informado que dicho producto estaba escaso, se enteraron que los ricos de las haciendas las adquirían para sus vacas. Encabezaba el grupo de protesta una mujer robusta llamada doña Felipa, quien conduce a la turba hacia el almacén, donde encuentran 40 sacos de sal cargados en mulas. Se apoderan de la mercancía y lo reparten entre la gente. Felipa ordena separar tres costales para los indios de la hacienda de Patibamba. Ernesto la acompaña durante todo el camino hacia dicha hacienda, coreando los huaynos que cantaban las mujeres. Reparten la sal a los indios, y agotado por el viaje Ernesto se queda dormido. Despierta en el regazo de una señora blanca y de ojos azules, quien le pregunta extrañada quién era y qué hacía allí. Ernesto le responde que había llegado junto con las chicheras a repartir la sal. Ella por su parte le dice que es cuzqueña y que se hallaba de visita en la hacienda de su patrona; le cuenta además cómo los soldados habían irrumpido y a zurriagazos arrebataron la sal a los indios. Ernesto se despide cariñosamente de la señora y luego se dirige hacia el barrio de Huanupata, donde se mete en una chichería para escuchar a los músicos. Al anochecer le encuentra allí Ántero, quien le cuenta que el Padre Linares estaba furioso por su ausencia. Ambos van a la alameda a visitar a Salvinia y a su amiga Alcira; ésta última estaba interesada en conocer a Ernesto, según Ántero. Pero al llegar solo encuentran a Salvinia, quien se despide al poco rato pues ya era tarde. Ántero y Ernesto vuelven al colegio.
VIII.- QUEBRADA HONDA.
Ya en el colegio Ernesto es llevado por el Padre a la capilla. Luego de azotarlo el Padre le interroga severamente. Ernesto se atreve a responderle que solo había acompañado a las mujeres para repartir la sal a los pobres. El Padre le replica diciéndole que aunque fuese por los pobres se trataba de un robo. Finalmente castiga a Ernesto prohibiéndole sus salidas del domingo. Al día siguiente Ernesto acompaña al Padre al pueblo de los indios de la hacienda. El Padre se sube a un estrado y empieza a sermonear a los indios en quechua. Les dice que todo el mundo padece, unos más que otros, pero que nada justifica el robo, que el que roba o recibe lo robado es igual condenado. Pero se alegraba que ellos hubieran devuelto la mercancía y que ahora la recibirían en mayor cantidad. Ante esta prédica ardiente las mujeres rompen en llanto y todos se arrodillan. Terminada su prédica, el Padre ordena a Ernesto volver al colegio, mientras que el se quedaría a dar la misa. Ernesto aprovecha para averiguar sobre la señora de ojos azules. El mayordomo de la hacienda le responde que conocía a la tal señora pero que ella se iría con su patrona al día siguiente, por temor al arribo del ejército, que venía a imponer el orden. Ernesto regresa al colegio y le recibe el hermano Miguel, quien le da el desayuno y le cuenta que esa mañana dedicaría a los alumnos a jugar voley en el patio. Luego irrumpe Ántero trayendo un Winku, un trompo o Zumbayllu especial, al cual calificaba de layka o «brujo» por tener, según su creencia, propiedades mágicas, como enviar mensajes a personas lejanas. Convencido, Ernesto hace bailar el winku mandándole un mensaje a su padre, diciéndole que estaba soportando bien la vida en el internado. Entretenidos estaban así cuando de pronto oyen gritos en el patio. Se acercan y ven al hermano Miguel ordenando caminar de rodillas al Lleras, de quien manaba sangre por la nariz. Se enteran que el Lleras había primero empujado al hermano insultándole soezmente, solo porque le había marcado un foul en el juego; en respuesta el hermano le dió un puñetazo tumbándolo al suelo. En medio del tumulto arriba el Padre director, quien pregunta qué ocurría. El hermano Miguel, luego de contar el incidente, explica que reaccionó así al ver mancillado en su persona el hábito de Dios. El Padre ordena al Lleras a ir a la capilla; los demás internos se quedan en el patio y discuten entre ellos; el Palacitos teme que ocurra una desgracia en el pueblo por la ofensa hecha a un religioso; el Valle y el Chipro se pelean, quedando muy malparado el primero. Al día siguiente se esparce la noticia de que el ejército entraría en Abancay para imponer orden. El Padre ordena que todos los alumnos se reconcilien con el hermano Miguel, quien les pide perdón y abraza a cada uno de ellos, pero cuando se acerca al Lleras, éste le hace un gesto de repulsión y se corre a esconderse. No lo vuelven a ver más; después supieron que aquella misma noche huyó del colegio. El Añuco también se alista para irse del colegio, aunque reconciliado con todos. El Palacitos se alegra pues cree que con la reconciliación ya no ocurrirán más desgracias en el pueblo.
IX.- CAL Y CANTO
A la ciudad llega un regimiento de soldados para reprimir a las indias revoltosas. Los soldados ocupan las calles y plazas. Instalan el cuartel en un edificio abandonado. Ernesto pide al Padre que lo dejara regresar donde su papá, pero el Padre se niega, dándole permiso en cambio para salir el sábado a la ciudad, con el Ántero. Ernesto le pide al Romerito que por medio del canto de su rondín envíe un mensaje a su padre. Los alumnos comentan los chismes de la ciudad: las chicheras capturadas son azotadas en el trasero desnudo, y al responder a los militares con su lenguaje soez, les meten excremento en la boca. Cuentan también que doña Felipa y otras chicheras habían huido cruzando el puente del Pachachaca, donde dejaron a una mula degollada, con cuyas tripas cerraron el paso atándola a los postes. La cabecilla dejó su rebozo en lo alto de una cruz de piedra, a manera de provocación. Al acercarse los soldados, estos reciben disparos de lejos y no se atreven por lo pronto a perseguirlas, pues las chicheras ya iban con ventaja. Llegado el sábado, Ernesto y Ántero conversan en el patio del colegio. Ántero cuenta que el Lleras había huido del pueblo, junto con una mestiza; el Ernesto señala que no podría seguir más allá del Apurímac pues el sol lo derretiría. En cuanto al Añuco, comentan que los Padres planeaban hacerle fraile. También mencionan el temor de la gente de que doña Felipa retornase con los chunchos (selváticos) a atacar las haciendas y revolver a los colonos; ante esa situación, el Ántero dice que estaría de parte de los hacendados. Ambos van a la alameda, a visitar a Salvinia y a su amiga Alcira. Al ver a esta última, Ernesto nota que se parecía mucho a Clorinda, una jovencita del pueblo de Saisa, de quien en su niñez se había enamorado y de la que jamás volvió a saber. Pero nota que Alcira tiene las pantorrillas muy anchas y eso le desagrada. Al poco rato Ernesto se despide, y corriendo llega al barrio de Huanupata, metiéndose en una chichería, que estaba llena de soldados. Uno de estos afirma que Felipa estaba muerta. Cuando Ernesto pregunta a una de las mozas si era cierto eso, ésta se ríe y lo empuja, botándole de la chichería. Ernesto se va corriendo hacía el puente del Pachachaca, para ver los restos de la mula muerta y el rebozo de doña Felipa que flameaba en la cruz. Al llegar, divisa al padre Augusto que bajaba cuesta abajo, seguido sigilosamente por la opa Marcelina. Ésta, al ver el rebozo, se detiene frente la cruz. Se sube en ella y ya con la prenda en su poder se deja caer, resbalando hasta el suelo. Se coloca el rebozo con alegría y continúa siguiendo al padre Augusto, quien iba a dar misa a Ninabamba, una hacienda aledaña. Ernesto retorna a la ciudad y ya al atardecer regresa al colegio donde se entera que al día siguiente partiría Añuco hacia el Cuzco.
X.- YAWAR MAYU
Los alumnos se enteran que la banda del regimiento dará retreta en la plaza de la ciudad después de la misa del día siguiente, domingo. El Chipro reta al Valle a pelear ese día. Ya muy de noche vienen a recoger al Añuco, y todos lo despiden; el Añuco regala sus «daños» o canicas rojas al Palacitos. Todos se sienten conmovidos. Al día siguiente se levantan muy temprano y deciden que no haya ya pelea entre el Chipro y Valle. Van todos a ver la retreta en la plaza. La banda militar la conforman reclutados que tocan instrumentos musicales de metal; el Palacitos estalla de alegría al reconocer en el grupo al joven Prudencio, de su pueblo natal. Ernesto se retira para buscar a Ántero y a Salvinia y Alcira. Encuentra a las dos chicas pero ve que un joven, que se identifica como hijo del comandante de la Guardia, invita a Salvinia a caminar, tomándola del brazo. Tras ellos va otro muchacho. De pronto aparece Ántero furioso, quien increpa a los dos jóvenes. Les dice que la chica es su enamorada. Se produce una gresca. Ernesto deja a Ántero con su lío y se dirige al barrio de Huanupata. Entra a una chichería donde se estaba un arpista, a quien todos admiran y llaman el papacha Oblitas. Al local ingresa luego un cantor, que había llegado a la ciudad acompañando a un kimichu (indio recaudador de limosnas para la Virgen); Ernesto recuerda haberlo visto, años atrás, en el pueblo de Aucará, durante una fiesta religiosa. Conversan ambos. El cantor dice llamarse Jesús Waranka Gabriel y relata su vida errante. Ernesto le invita un picante. Una moza empieza a cantar una canción en la que ridiculiza a los guardias, apodados «guayruros» (frijoles) por el color de su uniforme (rojo y negro). El arpista le sigue el ritmo. Un guardia civil que pasaba cerca escucha e ingresa al local, haciendo callar a todos. Se produce un tumulto y los guardias se llevan preso al arpista. Los demás se retiran. Ernesto se despide del cantor Jesús y regresa a la plaza. Ve al Palacitos, alegre y orgulloso, que no dejaba al Prudencio. También encuentra a Ántero, quien se había amistado con el joven con quien peleara poco antes. Se lo presenta: se llamaba Gerardo y era natural de Piura. El otro joven que le acompañaba era su hermano Pablo. Ernesto les estrecha las manos. Luego se despide y se encuentra con el Valle, paseando orondo con su ridículo k’ompo o corbata y escoltado por señoritas. Decide volver al colegio pero antes quiere visitar al papacha Oblitas, que estaba en la cárcel. El guardia de la entrada no lo deja ingresar; solo le informa que el arpista sería liberado pronto. Ernesto retorna entonces al colegio y se topa con Peluca, a quien encuentra muy angustiado pues ya no encontraba a la opa. La cocinera le cuenta a Ernesto que la opa se había subido a la torre que dominaba la plaza. Ernesto va a buscarla, y efectivamente, encuentra a la opa echada en lo alto de la torre, mirando sonriente y feliz a la gente de abajo. Llevaba aún el rebozo de doña Felipa. No queriendo turbar su breve rato de alegría, Ernesto la deja y sigilosamente baja de la torre y retorna al colegio.
XI.- LOS COLONOS
Los guardias que fueron en persecución de doña Felipa no logran capturarla. Poco después los militares se retiran de la ciudad y la Guardia Civil ocupa el cuartel. Ernesto no entiende a muchas señoritas de la ciudad, quienes se habían deslumbrado con los oficiales y lloraban su partida. Se decía que algunas habían sido deshonradas «voluntariamente» por algunos oficiales. En el colegio, Gerardo, el hijo del comandante se convierte en una especie de héroe. Supera a todos en diversas disciplinas deportivas. Solo al Romero no logra ganarle en salto. El Ántero se convierte en su amigo inseparable. Ernesto se enoja cuando ambos, Gerardo y Ántero, empiezan a hablar de las chicas como si fueran trofeos de conquista, jactándose que cada uno tenía ya dos enamoradas al mismo tiempo. En cuanto a Salvinia, Ántero ya la había dejado, por coquetear, según él, con Pablo, pero junto con Gerardo la tenían «cercada» y no dejaban que ningún chico se le acercara. Mientras que ambos tenían a su disposición todas las mujeres que quisieran, pues ellas se les entregaban. Ernesto se molesta y les dice que ambos son unos perros iguales al Lleras y al Peluca. Se alteran y en el calor de la discusión Ernesto insulta y patea a Gerardo; Ántero los contiene. Aparece el Padre Augusto y ante él Ernesto trata de devolver a Ántero su zumbayllu, pero Ántero no lo acepta pues se trataba de un regalo. El Padre les pide que resuelvan entre ellos su problema. Desde entonces Ántero y Gerardo no volvieron a hablar con Ernesto. Éste entierra el zumbayllu en el patio interior del colegio, sintiendo profundamente el cambio de Ántero, a quien compara con una bestia repugnante. Por su parte Pablo, el hermano de Gerardo, se amista con el Valle, y junto con otros jóvenes forman el grupo de los más elegantes y cultos del colegio. Otro día Ernesto se encuentra con el Peluca, quien estaba preocupado porque la opa ya no aparecía. Decían que estaba enferma, con fiebre alta. Los alumnos comentan el rumor de que la peste de tifo causaba estragos en Ninabamba, la hacienda más pobre cercana a Abancay, y que podía llegar a la ciudad. A la mañana siguiente Ernesto se levanta con un presentimiento y va corriendo a la habitación de la opa: la encuentra ya agonizante y llena de piojos. Muy cerca la cocinera lloraba. El Padre Augusto ingresa de pronto y ordena severamente a Ernesto que se retire. El cuerpo de la opa es cubierto con una manta y sacado del colegio. A Ernesto lo encierran en una habitación, temiendo que se hubiera contaminado con los piojos, transmisores del tifo. Le lavan la cabeza con creso pero luego le revisan el cabello y no le encuentran ningún piojo. El Padre le comunica que suspendería las clases por un mes y que le dejaría volver donde su papá. Pero debía permanecer todavía un día encerrado. Todos los alumnos se retiran, sin poder despedirse de Ernesto, a excepción del Palacitos, quien se acerca a su habitación y por debajo de la puerta le deja una nota de despedida y dos monedas de oro «para su viaje o para su entierro». El portero Abraham y la cocinera también presentan síntomas de la enfermedad. Abraham regresa para morir a su pueblo, y la cocinera fallece en el hospital. El Padre al fin decide soltar a Ernesto, al tener ya el permiso de su papá de enviarlo donde su tío Manuel Jesús, «el Viejo». Ernesto le desagrada al principio la idea pero al saber que en las haciendas del Viejo, situadas en la parte alta del Apurímac, laboraban cientos de colonos indios, decide partir cuanto antes. Libre al fin y ya en la calle, Ernesto decide ir primero a la hacienda Patibamba, la más cercana a Abancay, para ver a los colonos. Al cruzar la ciudad, la encuentra solitaria y con todos los negocios cerrados. Entra en una casa y encuentra a una anciana enferma echada en el suelo, abandonada por su familia y esperando la muerte. Ya en la salida de la ciudad se topa con una familia que huía con todos sus enseres. Se entera que pronto la ciudad sería invadida por miles de colonos (peones indios de las haciendas) contagiados de la peste, los cuales venían a exigir que el Padre les oficiara una misa grande para que las almas de los muertos no penaran. Ernesto llega al puente sobre el Pachachaca y lo encuentra cerrado y vigilado por los guardias. Pero él sale de la ciudad por los cañaverales y llega hasta las chozas de los colonos de Patibamba. Pero ninguno de ellos lo quiere recibir. A escondidas observa a una chica de doce años extrayendo nidos de piques o pulgas de las partes íntimas de otra niña más pequeña, sin duda su hermanita. Conmovido por tal escena, Ernesto se retira corriendo, y termina tropezándose con una tropa de guardias encabezada por un sargento. Tras identificarse ante estos, el Sargento le dice que Gerardo, el hijo del comandante, le había encargado protegerlo mientras se hallara en la ciudad. Ernesto responde que Gerardo no era igual que él, pero el Sargento no le entiende. Aprovecha la ocasión ofreciéndose para llevar un mensaje del Sargento para el Padre, por el cual el oficial avisaba que tenía la orden de sus superiores de dejar pasar a los colonos; que los guardias se retirarían a medida que avanzaran estos y que a medianoche estarían llegando los indios a la ciudad. Ernesto vuelve entonces al colegio, dando el mensaje al Padre. Este le dice estar ya dispuesto a dar la misa y que ordenaría dar tres campanadas a medianoche, para reunir a los indios. Solo en caso de que no llegara el sacristán solicita a Ernesto que le ayude en la misa. Pero aquel llega y Ernesto se queda entonces a dormir en el colegio; escucha las campanadas y se da cuenta que la misa es corta. Al día siguiente se levanta temprano y parte, esta vez ya definitivamente, de la ciudad. Se da tiempo de dejar una nota de despedida en la puerta de la casa de Salvinia, junto con un lirio. Cruza el puente del Pachachaca y contempla las aguas que purifican al llevarse los cadáveres a la selva, el país de los muertos, tal como debieron arrastrar el cuerpo del Lleras. Así concluye el relato.
Análisis
Con Los ríos profundos la obra de Arguedas alcanzó una amplia difusión continental. Esta novela desarrolla con plenitud las virtualidades líricas que subyacen desde el comienzo en la prosa de Arguedas; y propone como perspectiva del relato la introspección de un personaje adolescente, hasta cierto punto autobiográfico, pero en ese movimiento de examen interior está presente, en primera línea, una angustiosa reflexión sobre la realidad, sobre el carácter del mundo andino y sus relaciones con los sectores occidentalizados del país. Uno de los méritos de Los ríos profundos consiste en haber logrado un alto grado de coherencia entre las dos facetas del texto. Con respecto a la revelación del sentido de la realidad indígena, Los ríos profundos repite ciertas dimensiones de Yawar Fiesta, la anterior novela de Arguedas: su contextualización dentro de lo andino, el énfasis en la oposición entre este universo y el costeño, la afirmación del poder del pueblo quechua y de la cultura andina, etc. Los capítulos dedicados a relatar la rebelión de las chicheras y de los colonos insisten en mostrar esa capacidad escondida. Arguedas gustaba señalar que la acción de los colonos, pese a que en la novela está referida a motivaciones mágicas, prefiguraba los alzamientos campesinos que se produjeron, en la realidad de los hechos sociales, pocos años más tarde. El lado subjetivo de Los ríos profundos está centrado en el empeño del protagonista por comprender el mundo que lo rodea y, por insertarse en él como en una totalidad viviente. Tal proyecto es en extremo conflictivo: de una parte, en el plano de la subjetividad, funciona una visión mítica de filiación indígena que afirma la unidad del universo y la coparticipación de todos sus elementos en un sello destino de armonía; de otra parte, en contradicción con lo anterior, la experiencia de la realidad inmediata señala la honda escisión del mundo y su historia de desgarramientos y contiendas, historias que obliga al protagonista a optar a favor de un lado de la realidad y a combatir contra el otro. Su ideal de integración, tanto más apasionado cuanto que se origina en su desmembrada interioridad, está condenado al fracaso. Participar en el mundo no es vivir en la armonía; es, exactamente al contrario, interiorizar los conflictos de la realidad. Este es el duro aprendizaje que narra Los ríos profundos. De otro lado, para plasmar el doble movimiento de convergencia y dispersión, o de unidad y desarmonía, esta novela construye un denso y hermoso sistema simbólico que retorna creativamente ciertos mitos indígenas y les confiere una nueva vigencia. En este orden la novela funciona como una deslumbrante operación lírica. Los ríos profundos no es la obra más importante de Arguedas; es, sí, sin duda, la más hermosa y perfecta.[5]
Estilo y técnicas narrativas
Mario Vargas Llosa, quien junto con Carlos Eduardo Zavaleta ha sido el primero en desarrollar la «novela moderna» en el Perú, reconoce que Arguedas, pese a que no desarrolla técnicas modernas en sus narraciones, se muestra sin embargo mucho más moderno que otros escritores que responden al modelo clásico, el de la «novela tradicional», propia del siglo XIX, como sería el caso de Ciro Alegría. Dice al respecto Vargas Llosa:
De los cuentos de Agua a Los ríos profundos, luego del progreso que había constituido Yawar Fiesta, Arguedas ha perfeccionado tanto su estilo como sus recursos técnicos, los que, sin innovaciones espectaculares ni audacias experimentales, alcanzan en esta novela total funcionabilidad y dotan a la historia de ese poder persuasivo sin el cual ninguna ficción vive ante el lector ni pasa la prueba del tiempo.[6]
Vargas Llosa reconoce el impacto emocional que le dejó la lectura de Los ríos profundos, al cual califica sin ambages como una auténtica obra maestra.
Vargas Llosa resalta también el manejo que da Arguedas al idioma castellano hasta alcanzar en esta novela un estilo de gran eficacia artística. Es un castellano funcional y flexible, donde se hacen visibles los distintos matices de la pluralidad de asuntos, personas y particularidades del mundo expuesto en la obra.
Arguedas, escritor bilingüe, acierta en la «quechuización» del español: traduce al castellano lo que algunos personajes dicen en quechua, incluyendo a veces en cursiva dichos parlamentos en su lengua original. Lo cual no lo hace frecuentemente pero si con la periodicidad necesaria para hacer ver al lector que se trata de dos culturas con dos lenguas distintas.[7
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